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Enseñarles a decir ‘no’

Este artículo salió publicado el 5 de enero de 2013 en la revista Yo Dona (El Mundo).

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24 horas con… María José Sánchez Carretero*

[24 horas con una médica intesivista y coordinadora autonómica de trasplantes. Ese era el encargo. En la revista se publicaron 3.136 caracteres, pero el día dio para mucho más. Esta es la crónica apresurada de parte de lo que quedó fuera]

Toledo. Un saludo rápido y a quirófano. Las calzas, la bata, el gorro verdes. ¿Y las calzas van con zapatos o sin ellos? ¿Y cómo demonios se ata la mascarilla? Aprensión. El paciente invisible bajo las telas; irreal. El riñón ajeno, limpio, como recién bañado, ya en su cuerpo. Un regalo. “Hazte donante de órganos. Hazte donante de vida”, leeremos después. El paciente ha tenido suerte, nosotros hemos tenido la suerte de asistir a un trasplante: ayer hubo donante. ¿Suerte? Pi, pi, pi. Todo va bien. En los quirófanos hay risas, además del sonido de las máquinas. Todo está limpio, como recién bañado. Hasta que la vista recala en las gasas rojas que han quedado sobre una mesa metálica. Mª José Sánchez Carretero es médica en la UCI del Hospital Virgen de la Salud de Toledo y Coordinadora Autonómica de Trasplantes de Castilla La Mancha: “Como intensivista luchas por la vida de los pacientes. En ocasiones no consigues salvarla, pero como coordinadora he aprendido a ver que es posible que haya algo más. He perdido al paciente, es una frustración, pero sin embargo esa muerte puede no ser baldía y dar vida a otros. A pesar de la muerte podemos seguir haciendo algo”. ¿Y las familias? “Para ellas, la donación es una ayuda. Es algo que está comprobado, y de hecho muchas nos lo reconocen al cabo del tiempo: el saber que a pesar del fallecimiento del ser querido esa muerte puede haber servido para algo, porque hay una o cinco personas que viven gracias a él, no mitiga su dolor, pero a la larga les produce alivio”. Mª José Sánchez Carretero es médica, y la vocación de ayudar no se le supone: se le nota. En sus palabras, en su dedicación, en su intento (fracasado) de ocultar las emociones al confesar: “No te inmunizas jamás frente al dolor. De hecho a mí en algún caso me han dicho que creían que los médicos no lloraban, porque se me saltan las lágrimas cuando hablo con una familia que está pasando por la pérdida del ser querido. Lo que sí aprendes con el tiempo es a manejar la situación, a entender su duelo”. 23 camas en la UVI del hospital, 23 vidas en el filo que quedan en sus manos y en las de sus 14 compañeros de sección. Y la otra cara, esa que le permite ver que hay algo más, la de los trasplantes: con el de hoy, más de 30 donantes en Castilla La Mancha en lo que va de año; esperan llegar a los 40. El hospital Virgen de la Salud es un laberinto de pasillos de esos que se construyeron hace décadas y merecerían un buen lavado de cara. De ahí, a la sede de la SESCAM (Servicio de Salud de Castilla La Mancha), donde Mª José Sánchez Carretero tiene su despacho para la coordinación de trasplantes. Cerca se divisa el nuevo hospital de Toledo, con la estructura ya levantada pero paralizado. Vacío. Inútil. “Creo firmemente en el sistema público de salud, y me gusta trabajar en él. Si un día acabo en la privada, será porque no tengo más remedio. La crisis también ha afectado al tema de trasplantes, aunque no ha sido tan drástico como en otros ámbitos. Tenemos que conseguir que los ajustes vayan a lo más racional. Los trasplantes son muy caros, pero más lo es no hacerlos”. Tres personas en el equipo: Sonia López, administrativa, Mar Sánchez, enfermera, y ella. ¿Tareas? Organizar toda la red de trasplantes a nivel local,  los programas, las listas de espera y los registros; solucionar cualquier problema cuando hay una donación (desde dónde van los órganos, análisis especiales, qué equipos se involucran); realizar la labor de difusión y de formación de los profesionales sanitarios, la promoción y organización de nuevos programas de  trasplantes, de órganos y tejidos (médula ósea, córneas, membrana amniótica); supervisar la calidad de todos los pasos, desde la donación al implante… Mientras ella se reúne con dos médicos, suena el teléfono: el segundo de los receptores de riñón del donante de ayer está enfermo, y hay que buscar otro. Finalmente el órgano viajará a Madrid, igual que el hígado. En la coordinación trabajan siete horas y media, y deben estar localizables siempre: “Cuando surge el donante, surge”. “El primer año de estar aquí lo recuerdo con pavor. Lloraba día sí, día no. Nada más llegar hubo dos donantes de 5 y 3 años”, cuenta Sonia López. Cuando Mª José Sánchez Carretero accedió al puesto, hace 8 años, no tenía despacho ni equipo. “Sabía lo que era identificar al donante, hablar con la familia… Pero el resto, el papeleo, las reuniones, los resúmenes de los proyectos que hay que explicar una y otra vez… eso no. Ahora me planteo dejar o la UCI o la coordinación, porque no me da el tiempo, pero me resisto. Me encanta el trabajo con el paciente crítico, la rapidez de tus decisiones con él y el trato con las familias”. Hoy, la disminución de las muertes en carretera azuza la necesidad de encontrar nuevas soluciones para los receptores más jóvenes. Ella intenta implantar en Toledo un programa de donación en asistolia, a corazón parado, lo que implica que tendrían un margen de actuación de dos horas desde el momento de la muerte. Dos años lleva ya en ello, buscando conseguir acuerdos con los jueces (que deben certificar toda muerte) y poner en marcha equipos que puedan estar en 10 o 20 minutos listos para intervenir. Un proyecto más entre otros muchos para mejorar un sistema del que nos beneficiamos todos y cuya piedra angular se basa en algo muy sencillo: sin donantes, no hay trasplantes. Ella, en esto, se muestra contundente (esto sí sale en la revista, pero vale la pena reiterarlo): “No puedes estar dispuesto a recibir un órgano y no a darlo”. Para dejarlo claro, basta pedir el carné de donante en la web de la Organización Nacional de Trasplantes. Abajo está el link.

*El reportaje 24 horas con… Mª José Sánchez Carretero se publicó en la revista Yo Dona, de El Mundo, el 15 de diciembre de 2012.

Continued…

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VIOLENCIA SIN CLASE*

Ninguna, por supuesto, la tiene, pero es que, además, en el caso de la de género, ni el estatus ni el nivel cultural, educativo o social protegen de ella, a pesar de lo que dicta el cliché. Así lo apuntan los datos, lo confirman los expertos y, sobre todo, lo atestiguan las muchas víctimas que han logrado empezar otra vida.


“La única diferencia entre tú y yo es que a mí me pegan con un palo de golf”. La frase se escuchó hace tiempo en un taller sobre violencia de género. Se la decía una mujer de importante patrimonio a otra sin ninguno, y refleja bien una realidad que corroboran los profesionales implicados en este ámbito: el perfil de la maltratada es mujer, de sexo femenino, igual que el del agresor es hombre, varón, de sexo masculino, en palabras de Miguel Lorente, profesor de Medicina Legal de la Universidad de Granada y ex delegado del Gobierno Contra la Violencia de Género. Ni el estatus, ni la carrera profesional, ni el currículo académico, ni el reconocimiento social ni los ceros de la cuenta corriente; no hay escudo que proteja a una mujer de la posibilidad de convertirse en víctima. Sin embargo, en la sociedad permanece ese mito antiguo que dicta que esto pasa exclusivamente en contextos marginales, de falta de cultura, en amas de casa, en inmigrantes.

Son muchas las que saben que no es así. Las que han sufrido las humillaciones, las amenazas, las heridas y el dolor, a pesar de que, de puertas afuera, su vida pareciera el remanso sin aristas de lo que se conoce como clase media o alta. Lo saben las que ya tienen otra vida, que son, y conviene recalcarlo, muchas. Porque como dice Isabel Llinàs, hoy representante del PP en el Consell de Mallorca, directora del Instituto Balear de la Dona entre 2003 y 2007 y, antes, mujer maltratada, de esto se sale. En 2001, Isabel trabajaba como directora de hotel, un puesto exigente y, para ella, apasionante. Vivía (y vive) en un chalé de 600 metros y tenía dos hijos y un perro. También un marido, Juan, cuya carrera se quedó por debajo de la suya —jefe de comedor— y un entorno que jamás sospechó lo que ocurría tras la valla de aquel chalé. “Es increíble. Gestionaba un patrimonio de millones de euros; tenía más de cien trabajadores a mi cargo; me comía el mundo… Pero era llegar a casa y no ser nadie; un trapo”, relata hoy. Isabel estuvo 20 años casada. Jamás se pintó los labios. No podía ir a tomar un café con sus amigas. Tampoco ponerse un bikini. Si salían con otras parejas, todo era “calla, que de esto no entiendes”. Y ella callaba. Si uno de sus hijos se caía en el colegio, Juan se encargaba de recordarle lo inútil que era y lo mal que los educaba, quizá porque él jamás les dio ni un biberón. Fuera de casa, Isabel se comía, sí, el mundo, pero dentro, cuando le ponía la cena a su marido, temblaba como una hoja. Por fin, decidió separarse, le buscó a él un piso y le pagó el alquiler. Poco después, un domingo por la mañana, Juan entró en casa aprovechando que Isabel no había cambiado la cerradura. Le dio 15 puñaladas, y hubiera seguido de no ser porque la pequeña, Cristina (entonces 12 años) se interpuso entre ellos, y porque vio que su sobrino también estaba en la vivienda. Entonces tiró el cuchillo y se marchó.

“Aquí hemos acumulado suficiente conocimiento para desmontar muchos clichés: las sentencias demuestran que es incierto que la mayoría de los agresores actúen movidos por el alcohol, otras sustancias o alteraciones psíquicas; que esto sea sólo una cuestión de otras culturas; que abunden las denuncias falsas… Sobre el nivel socioeconómico, habría que hacer estudios, pero lo cierto es que encontramos de todo. Desde funcionarios a policías, gente de mucho prestigio del sector financiero o que está en la universidad, investigadoras… Esto no es más que la manifestación externa de un planteamiento machista de la pareja, de dominio del hombre, y eso se da en todas las capas sociales y todas las profesiones”, recalca María Tardón, presidenta de la sección 27 de la Audiencia Provincial de Madrid, especializada en el tema, y miembro del Grupo de Expertos en Violencia Doméstica y de Género del CGPJ.

Como ella señala, no abundan los análisis sobre el tema. La última Macroencuesta de Violencia de Género, hecha pública este año por el Ministerio de Sanidad, Asuntos Sociales e Igualdad, apunta que un 10,9% de las españolas (más de 2.100.000) ha sufrido maltrato alguna vez en su vida (un 3%, unas 593.000, en el último año) y sostiene que “la educación, aun en sus niveles más altos, parece no evitar la violencia”. Un 11% de las universitarias se ha visto en esa situación alguna vez -un porcentaje sólo superado por las que cuentan con bachiller elemental o equivalente (12,4%)-, y un 13,3% de las mujeres activas, frente al 7,4% de las inactivas.

A falta de más estudios, ahí están sus historias. La de Laura, una abogada que nunca tuvo que trabajar por nada —”ni siquiera para encontrar trabajo”, dice—, cuya vida “regalada” incluía un matrimonio en el que eran frecuentes las agresiones psicológicas y especialmente sexuales. Laura cuenta cómo intentó suicidarse, cómo vio un día que él pisaba el acelerador y empotraba su coche llevándola dentro… y cómo, por fin, cogió a su hijo, dos billetes de autobús y 240 euros y destruyó esa vida para volver a construirla desde cero. Para ser, como ella dice, libre. Está Rosa, la enfermera que, por su trabajo, conocía perfectamente la dinámica del maltrato y que, quizá precisamente por eso, cuando se miraba los moratones que le había dejado su marido —un empresario “encantador”, muy conocido en su ciudad—, se preguntaba:” ¿Cómo he podido llegar a esto?” Está María, esa mujer de clase muy, muy alta, a la que su esposo le pegaba en el torso y los brazos, nunca en la cara, y, después de la paliza, le decía: “Arréglate que vamos a cenar”. Está, desgraciadamente, la periodista que, como Isabel, tuvo la osadía de ascender profesionalmente más que su pareja, y que, además, quiso separarse. Murió estrangulada. Está…

¿Por qué, entonces, sigue presente el mito? Lorente incide en que “la imagen que tenemos es la que aparece en los medios, y ahí se da un sesgo. Son más conocidas las circunstancias cuando los implicados son inmigrantes, hay abuso de sustancias o la violencia ha sido especialmente intensa en la forma “. A mayor nivel social, más posibilidades tienen ellos de dominarlas mediante amenazas, sin recurrir a esa violencia más explícita y llamativa. Es más: el silencio acompaña incluso a los casos más graves, pues entre los agresores de clase alta se da con más frecuencia el homicidio-suicidio, que limita el recorrido mediático del suceso. Por otro lado, “aunque personalmente para unas y otras es igual de difícil salir de la violencia, para ellas puede ser, desde el punto de vista de la logística, más sencillo. Pueden, por ejemplo, contratar profesionales privados”, según explica Cruz Sánchez de Lara, socia de Exaequo Abogados. Lo corrobora Lorente: “Tienen vías alternativas a la del juzgado, en el que quedan expuestos como autores y víctimas, porque por desgracia a ellas se las sigue cuestionando. Yo he conocido juezas que no querían denunciar a sus parejas, cuando estaban ellas mismas condenando a maltratadores. Lo contaban con una sensación terrible de impotencia, porque les costaba mucho dar ese paso”.

Entre las víctimas hay mujeres con una carrera consolidada, pero también otras que, a pesar de su formación, la enterraron hace años por imposición del maltratador, según relata Ana Muñoz de Dios, directora de la Fundación Integra, que ofrece empleo a personas con dificultades en su inserción social (entre ellas, 75 licenciadas con un pasado de violencia de género que hoy están rehaciendo sus vidas). Cruz Sánchez de Lara, socia de Exaequo Abogados, habla de grandes empresarias, médicas, políticas, etc., que llegan a su despacho reclamando un divorcio, cuando lo que hay detrás es una violencia acallada: “Cuando eres el prototipo de mujer perfecta, es común que él te amenace con revelar datos de tu vida sexual, abortos silenciados, infidelidades inciertas, grabaciones íntimas… cosas que pueden dañar tu vida de escaparate”. “Si tú ya sientes vergüenza en un estrato medio y bajo, en uno alto es brutal. La víctima se convierte en una apestada. Él es un abogado, un político o un cirujano, y que tú te atrevas a decir que tiene esa mancha… Te dan la espalda: tú eres la mala. En mi caso, hubo quien dijo que algo habría hecho yo para que él reaccionara de esa manera”, cuenta Isabel Llinàs. Pero ¿cómo es posible que mujeres como ella, con una trayectoria profesional brillante, mantengan esa doble vida, esa careta de fortaleza hacia el mundo cuando en casa están subyugadas? “Es como si pusieran una especie de muro que les permite funcionar fuera, aunque relativamente”, comenta Gema del Val, psicóloga clínica y forense del gabinete Álava Reyes Consultores. Se agarran a ese espacio para dar sentido a sus vidas: “Para mí el trabajo era mi vía de escape”, cuenta Isabel Llinàs. Y explica María, la abogada: “Esto no es cosa de un bofetón el primer día. Empieza poco a poco, con eso de que no vales nada, de que si eres buena profesional, si alguien te tiene alguna consideración, es por estar conmigo… Llega un momento en que te lo crees, y cuando te da el tortazo piensas, incluso, que te lo mereces”.

Un palo de golf… o el puño desnudo: como concluye Sánchez de Lara, “la violencia es igual, no entiende ni de razas, ni de condiciones sociales, ni de lugares”. Vengan de donde vengan, tengan la educación, el estatus y la profesión que tengan, si la tienen, todas las víctimas escuchan con el mismo terror el tintineo de las llaves de sus parejas en la puerta de casa. Todas se han sentido aisladas y humilladas. Algunas han escondido las cicatrices en la piel; todas, las heridas que más tardan en curar, las que destruyen por dentro. A todas les cuesta poner el nombre de maltrato a lo que les pasa. Todas han sido malqueridas y todas necesitan ayuda. Que no las dejemos solas. Que culpemos al agresor y que les quitemos a ellas los estigmas. Que no permitamos el retroceso que algunos denuncian en este ámbito. Que la crisis no sirva de excusa para limitar los organismos y los recursos que se les destinan, y que estos se pongan en marcha incluso sin denuncia, como demandan los expertos. Que se les brinde el apoyo psicológico y jurídico que necesitan si eligen dar ese paso. Porque también a todas debe igualarlas otra cosa: la esperanza. Tres de cada cuatro maltratadas han logrado escapar de la violencia, según la Macroencuesta de 2011. Dice María: “Hay muchas formas de salir de esto, y cada una debe escoger la suya. O luchas contra tu agresor o luchas por ti. Y yo creo que esta es la manera, aun cuando también pueda suponer acudir a las autoridades. Porque al final existe una vida preciosa que no es la que te han hecho creer que es la buena. Está al alcance de tu mano, con muchísimo esfuerzo, pero el mejor invertido de tu vida, porque será el que te haga libre”. E Isabel ríe al comentar cuál es la melodía que suena en su móvil desde el día en que se libró de sus cadenas: I will survive, de Gloria Gaynor.

*Esta es la versión íntegra del reportaje Violencia sin clase, publicado en la revista Yo Dona (El Mundo) el 24 de noviembre de 2012.

*Algunos de los nombres de las víctimas han sido cambiados para mantener su anonimato.

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El lobo se comió a Caperucita*

Monstruos que devoran niños, gigantes sanguinarios, chicos abandonados en bosques oscuros… Los relatos tradicionales están plagados de imágenes tenebrosas. ¿Son realmente adecuados para los niños? ¿Qué aprenden de ellos?

¿Cómo se convirtió el sapo el príncipe? ¿Con un beso? Pues no. No, al menos, en la versión de los Grimm (El rey rana): «La princesita se puso furiosa, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: ‘¡Ahora descansarás, asquerosa!’ Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana», reza el texto. La transformación de este brutal golpe en el tierno beso que hoy conocemos resume bien las adaptaciones y readaptaciones que muchos relatos clásicos han sufrido hasta la fecha, de acuerdo con los gustos y sensibilidades de cada época. Incluso los Grimm, en la segunda edición de sus Cuentos infantiles y del hogar, confesaban haber eliminado «cualquier expresión inapropiada para los niños». Con todo, aun en las versiones más almibaradas, sigue habiendo escenas violentas, situaciones trágicas y estereotipos. Pero entonces ¿son recomendables para los pequeños o deben ‘edulcorarse’? ¿Hay que saltarse la parte en que al lobo le llenan el estómago de rocas para que se hunda en el agua, debe transformarse a la sosa princesa en la heroína que rescata al príncipe, conviene eludir el hecho de que fueron los padres de Hänsel y Gretel los que los dejaron solos a su suerte?

«No es malo leerles estos relatos, entre otras cosas porque entienden bien que son eso, cuentos. Pero todo depende de su edad y del punto de vista del padre. Conviene que el adulto los lea previamente, que piense qué mensaje están transmitiendo, cómo se los van a tomar ellos, si les van a gustar o si son demasiado pequeños para ciertos episodios», señala Silvia Álava Sordo, directora del área infantil del Centro de Psicología Álava Reyes Consultores, quien recomienda no enfrentarlos a situaciones realmente dramáticas, como el abandono, porque les pueden generar inseguridad. Más contundente se muestra la psicóloga y escritora especializada en inteligencia emocional Begoña Ibarrola, autora de varias colecciones (la última, Cuentos para saber convivir, que publica en octubre en SM): «No hay que adaptarlos. Estoy con Gianni Rodari, que defendía su valor arquetípico. A veces encarnan estereotipos, pero a la mente infantil, hasta los seis años, estos le vienen muy bien para formar su conciencia moral. De hecho, en su origen, una de sus funciones era llevar los valores de los adultos hacia los niños, con modelos y contramodelos.»

Para Ibarrola, el problema no está en cómo los chavales asumen el relato, sino en los ojos del adulto, que lo juzga sin darse cuenta de que fue creado en un momento, cultura y sociedad dados. Esta psicóloga, que ha observado y utilizado el poder de estas narraciones en terapia infantil, coincide con Bruno Bettelheim (autor del ensayo clásico Psicoanálisis de los cuentos de hadas) en que sirven para entrenar las emociones: «Los niños se meten en la piel del personaje, es decir, empatizan con él, lo que ya de por sí es importante, y también encuentran en su figura pautas para crecer. El niño ve que el protagonista supera etapas, y advierte que él también lo hace. Entiende que no va a estar siempre con papá y mamá, que saldrá y quizá sienta miedos, pero que no pasa nada. Los cuentos clásicos tienen un valor muy profundo, y por eso siguen vigentes. Contienen símbolos y cada palabra tiene su sentido, por eso pienso que hay que respetarlos en su tal y como fueron concebidos.»

¿Y qué hay del sexismo del que se ha acusado a tantos cuentos de hadas, caballeros y damiselas hermosas y anodinas? «Ellos se quedan más en la estética que en el contenido, más en el zapatito de la chica que en si es más o menos pasiva», comenta Silvia Álava Sordo. «Eso sí, cuando son mayores, conviene ampliar el margen, no centrarse tanto en la imagen de la princesa rescatada, sino en que te puedes rescatar tú», añade.

Apoyo: Cómo leerlos (bien)

«A través del cuento, se produce un encuentro entre el corazón del adulto y el del niño», explica la psicóloga Begoña Ibarrola. Un buen cuentacuentos provoca emociones; hace que el que lo escucha sienta lo mismo que el personaje. ¿Cómo? Teatralizando, gesticulando, permitiendo que el pequeño continúe la narración y repitiéndola cuantas veces lo reclame, pues a los niños les encanta saber lo que va a pasar y anticiparse. Eso sí, hasta los 8 o 9 años, esta experta aconseja no comentar el relato: «Hay que dejar que vaya posándose. A partir de esa edad sí se pueden analizar los valores que encierra, el contexto en que fue escrito, etc., pero siempre con posterioridad. Si lo hacemos antes, le quitamos la magia.» Por último, son útiles los finales abiertos, que permiten al niño reflejarse y plasmar sus propios motivos y sentimientos, y el clásico final feliz, que le transmite el valor del esfuerzo.

*Versión íntegra del artículo publicado en la revista Yo Dona (El Mundo), el 27 de octubre de 2012.

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SOLAS CON DOS HIJOS

Decidieron ser madres sin pareja. Y no se conformaron con un niño. Desde hace años, reclaman que se las equipare a las familias numerosas. Varias leyes las avalan, pero los políticos no acaban de dar el paso.

«Hola», dice Alba almicrófono de la grabadora mientras Nabila se atraganta entre chapurreos y gominolas, e Ianco, el gato, reclama a maullidos su comida. Hoy es día de colegio, así que las dos pequeñas se han levantado temprano para ir a clase y a la guardería, mientras el felino se ha quedado, por fin, tranquilo en casa. Los sábados son distintos. A primera hora, los tres se encaraman a la cama de su madre, Rosa, que intenta arañar unosminutos de sueño, y entre risas se pelean por ver a quién achucha ella primero. Ianco es, como bromea Rosa, «el único hombre de la casa». Nunca ha habido otro. Porque esta familia a todas luces feliz nació de la voluntad de una única persona, Rosa. De un sueño que tuvo en solitario y por el que luchó también en soledad: el de ser madre. Y por dos veces.

Con sus matices, su historia no difieremucho de la de Marian, Mariluz, Herminia y Macu, las otras mujeres que aparecen en este reportaje, madres todas ellas de dos niños, madres solas y madres, además, por decisión propia. Rosa siempre tuvo claro que quería tener hijos: «Sabía que, llegada a cierta edad y estuviese como estuviese, lo haría. En 2002, después de mucho meditarlo, de despejar todas mis dudas, me dije que era el momento. Tenía estabilidad económica y profesional, una casa… y decidí que no iba a esperar más», cuenta. Y se lanzó. Acudió a una clínica de reproducción asistida, se sometió a una inseminación artificial con donante y, un año después, en 2003, tuvo a Alba entre sus brazos. Desde el principio, además, estaba segura de otra cosa: no se contentaría con un solo niño. Por eso, tras nacer Alba, esperó el tiempo que marca la ley para lanzarse a una adopción. El proceso no fue fácil –no lo es para nadie ymenos para una persona sola– pero, por fin, el pasado mes demayo, Nabila, su pelo rizado y su preciosa sonrisa llegaron, bajo la fórmula de un acogimiento permanente internacional, a España, a Madrid, a esta familia de dos niñas y una madre (y un gato) que «no es ni mejor ni peor que ninguna otra, sólo diferente delmodelo clásico».

Diferente y, además, en alza. En España existen 81.000 madres solas por elección –la mayoría, eso sí, con un solo hijo–, mientras en 2002 sumaban 33.000. Representan un 9,4% de las adopciones internacionales y un 2,7% de los embarazos por técnicas de reproducción asistida que cada año se dan en España. Eso tirando por lo bajo, porque son datos, los que maneja el Instituto de la Mujer, que pertenecen a un estudio de 2007 (Análisis de la monoparentalidad emergente) de la Universidad de Sevilla, centrado en el periodo 2000-2004. El perfil mayoritario de la madre sola y primeriza, según ese estudio, es el de una mujer entre los 35 y los 45 años, soltera, con título universitario, activa laboralmente y con unos ingresos de entre 20.000 y 30.000 euros, que afronta la maternidad con seguridad, con la conciencia de estar capacitada para ello y que «reclama la legitimidad tanto de su decisión como de sus familias».

A efectos legales, sus hogares se cuentan entre el más de medio millón de monoparentales (divorciados, viudos, embarazos en los que no se implica el varón), o más bien debiera decirse monomarentales, pues en más de un 87% están encabezados por una fémina. Pero que estén en el mismo epígrafe no significa que entren en el mismo saco. Mientras que desde 2007 a los viudos y viudas con dos hijos se les considera familia numerosa, el resto se ha quedado fuera. Tanto en la Ley de Presupuestos Generales de 2008 como en las de 2009 y 2010, una disposición adicional instaba al Gobierno a llevar a cabo «las oportunasmodificaciones legales» para que esa medida se extendiese a todas las monoparentales. Nada se hizo entonces. Y este año la historia ha sido más rocambolesca: aunque el pasado noviembre tanto IU como el PSOE (a través del boletín de su grupo parlamentario) anunciaron que habían acordado introducir una enmienda en los Presupuestos que diese al Ejecutivo el plazo de un mes (hasta este febrero) para cumplir lo dispuesto en años anteriores, finalmente el Gobierno no la incluyó en la norma. A fecha de cierre de este reportaje, el PSOE no ha dado explicación alguna sobre este asunto, pero quizá arrojen algo de luz unas declaraciones realizadas hace unos meses por Félix Barajas, subdirector general de Familias del Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad: «La actual crisis está haciendo que el Gobierno se replantee si se aplicará
esa medida». Mientras se decide (o no) a hacerlo, estas familias siguen sin las ventajas para conseguir becas, en las tasas educativas, en el transporte, la luz… de los que sí gozan las parejas con tres hijos o más y los viudos con dos.

Mariluz intenta calmar el berrinche de Leo, su hijo pequeño, que reclama su pecho (el mayor, Nicolás, está en el cole), mientras hace una fácil operación matemática: «Si cuentas a cuántos niños toca cada adulto, entramos claramente dentro de las numerosas». En estas tocan, al menos, a uno y medio; en el caso de Mariluz y de Rosa, y en el de otros 152.000 hogares monoparentales, hay dos niños por un solo adulto. Otra postura tienen en la Federación Española de Familias Numerosas: «Estamos a favor de que se les apoye, pero no de acuerdo con esa iniciativa, ni siquiera en el caso de los viudos. Creemos que necesitan ayudas sociales, pero no por el número de hijos que tengan», resume Mercedes Berrendero, su directora de Comunicación.

«Encaramos ciertas dificultades que otros no tienen, y eso deberíatenerse en cuenta. Yo preferiría que nos dieran ayudas como monoparentales, a secas, pero para que se desarrolle una ley específica aún queda mucho. Considerarnos como familias numerosas sería más sencillo», responde Mariluz (Cataluña sí ha ensayado una fórmula en este sentido: desde 2009 existe
un carné de familia monoparental que proporciona apoyo escolar, económico y de vivienda).

Lo que a estasmujeres les duele del tema, sobre todo, es el agravio comparativo. «Creo que, aunque ellos no sean conscientes, mis hijos están siendo perjudicados. Deberían ser considerados igual en todos los casos, sean viudos sus padres o no», sostiene Herminia, madre de Eduardo y Hana, dos niños adoptados. «Desde luego, esta es una reivindicación importante para nosotros, pero ha habido diferentes circunstancias, de todo tipo, que no han hecho posible que saliera adelante hasta ahora. Desde el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad vamos a trabajar para que se lleve a cabo. Es justo y es nuestro deber», asegura Laura Seara, directora del Instituto de la Mujer, que destaca además la labor de la Administración en apoyo de los hogaresmonoparentales, especialmente aquellos en riesgo de exclusión. En el mismo sentido, Octavio Granado, Secretario de Estado para la Seguridad Social, dijo hace unos meses que las ayudas familiares para situaciones de necesidad económica «han beneficiado especialmente» a este modelo.

La cuestión es que puede que no sólo quienes estén tocando fondo necesiten algo de apoyo. En casa de Rosa no parece faltar nada, pero ella tiene que hacer sus cábalas para llegar a fin de mes. El sueldo de Herminia se queda a la mitad después de pagar la hipoteca y, a pesar de que tiene que levantarse cada día a las cinco y media de la mañana, nunca soñó siquiera con reducir su jornada, porque es económicamente inviable. A Marian, madre de Miguel y Pablo, le vendrían muy bien los puntos que se les da a las numerosas para acceder a un colegio, porque la logística de una madre con dos niños es bastante complicada. Y así, tantas otras. «A veces me han dicho: ‘Tú lo has elegido’. Y es cierto. Yo he ido a por los niños sola y sin contar con ayuda, y lo haría otra vez, pero también es verdad que hoy prácticamente todo el mundo que tiene hijos lo ha escogido; ahí estamos igual», argumenta Marian.

También lo decidió Inmaculada, Macu. A los 33 años, hace seis, reunió a sus amigas para anunciarles que iba a intentar quedarse embarazada. Ella sola, en una clínica. Salvo por las primeras reticencias de su madre, en ningún momento, ni entonces ni cuando 18 meses después nació Maria, ni cuando hace año y medio tuvo a Sebastià, el segundo, ha notado directamente rechazo, quizá algún silencio, pero nada más. Tampoco el resto de madres, aunque sí han escuchado alguna frase poco oportuna («¿Te lo has pensado bien?», «Si quieres darte el capricho…») y alguna exclamación de sorpresa. Pero, en general, sus hogares son visibles y están aceptados. La ley y las políticas sociales, sin embargo, puede que estén unos pasos por detrás. «Ante ellas, simplemente no existimos. Me siento discriminada», se queja Rosa. Así se siente, entre otras cosas, porque para estas mujeres, según en qué comunidad autónoma estén y delante de qué médico, puede ser complicado lograr una reproducción asistida en la Sanidad pública o a una adopción. Y porque aunque en 2008, por primera vez, una ley instó al Gobierno a equiparar a las numerosas a familias como las suyas, hoy, tres años después, siguen esperando su respuesta.

ROSA MAESTRO. 46 AÑOS. DOS HIJAS: ALBA, SIETE AÑOS. NABILA, DOS AÑOS Y MEDIO.
«¿Sabes que mi papá es un señormuy generoso que le dejó una semillita a mi mamá?» Eso fue lo que Alba le dijo hace tiempo a una pasajera del avión en el que viajaba con Rosa, sumadre. Así, sin que nadie le preguntara. Con toda la naturalidad delmundo. Hoy, a sus siete años, Alba, nacida de una inseminación, ya sabe qué es un donante. Y a sus dos años ymedio, su hermana Nabila, que llegó hace sólo siete meses a España a través de un acogimiento permanente internacional, sabe, por fin, lo que es una familia. Para ella, hasta entonces, sólo existían cuidadores. Hoy Alba y Nabila ríen y juegan y se pelean y vuelven a reír mientras su madre cuenta cómo estuvo tres años meditando su decisión de ser madre sin pareja, cómo acudió a un
psicólogo, cómo llegó a la conclusión de que más que la figura de un padre, lo que un niño (o dos) necesita es cariño, calor y amor… Nunca se ha arrepentido de su decisión: «Ni en las 17 horas de parto ni en la depresión de después ni cuando no podía dormir por dar el pecho». Tampoco cuando probó suerte en un acogimiento nacional y le dijeron que estaba peor preparada que una pareja para cuidar de un niño pequeño, aunque sí podía optar a uno con espina bífida o Down… Nunca, tampoco, se ha sentido sola: «Cuando decides algo así en solitario tienes que ser consciente de que lo afrontas en soledad y que así debes disfrutarlo». Al principio, cuando nació Alba, a Rosa, periodista en un gabinete de prensa y fundadora de la web www.masola.org (destinada a familias como la suya), le reventaba que la llamasen valiente. «Valientes –dice– son esas mujeres que se quedan solas sin haberlo decidido, y que con un sueldomiserable sacan adelante a sus hijos.» Ella quizá lo es también, en cierta forma, «pero no por ser madre soltera, sino por tener un sueño y cumplirlo, pese a lo que piensen los demás y haciendo caso omiso de la sociedad, sus costumbres y elmodelo de familia establecido».

HERMINIA SERRANO. 47 AÑOS. DOS HIJOS: EDUARDO, 14 AÑOS. HANA, NUEVE.
Cuando vio a Eduardo, Herminia tocó la Luna: «Ponerle voz, ojos… Es tierno, emotivo… muy bonito. Adoptar niños con una edad tiene sus contras, pero también sus pros. ¡Claro que la primera conversación cuesta! Él me miraba con sus ojitos, y sabía que iba a ser su mamá, pero al fin y al cabo, quién era yo… Y hablamos de fútbol. El fútbol nos unió». Herminia tardó tres años ymedio desde que rellenó el primer papel hasta que Eduardo llegó a España, desde Honduras, hecho ya un chaval de cinco. Tres años ymedio de una espera matadora, de incertidumbre y de sueños, a veces de rabia e impotencia. La de la segunda, Hana, fue más corta, año ymedio, y menos dura, porque él ya estaba aquí. Ella llegó desde Etiopía con seis años, aunque conmenos carencias que Eduardo, que pasó mucho tiempo en un orfanato y tiene problemas de logopedia, inseguridad… Pero, a los obstáculos, como sentencia Herminia, lo mejor es darles la vuelta, con las herramientas que tenga cada uno. Ella es práctica, y decidida. Así defiende esa familia que ha creado «desde el corazón, el cariño y el compromiso. Es un modelo
diferente, sí, pero estable. Quizá habrá carencias, pero también cosas que sean más ricas, tal vez esa misma estabilidad». Eso y una ilusión que se mantiene intacta a pesar de que deba levantarse todas las mañanas a las cinco ymedia en su casa de Vitoria, cruzar un puerto de carretera que queda cerrado con los primeros copos y estar de vuelta antes de que Hana salga del colegio. Con semejante horario, no es extraño que para cuando los chicos se van a la cama, pasadas las 10 de la noche, ella esté rendida.

MARIAN GONZÁLEZ. 44 AÑOS. DOS HIJOS: MIGUEL, CINCO AÑOS. PABLO, CASI TRES.
A las cinco de la tarde, Marian va a buscar aMiguel al colegio, que queda cerca de su oficina en el Banco de España, donde trabaja como informática de Indra. Él aparece como una flecha, con los patines puestos, y cuesta un rato convencerle de que se los quite. A ella se la ve feliz: sus ojos, su boca, tienden a la risa. Viendo a Miguel y a su hermano pequeño, Pablo, no es difícil suponer por qué. A Miguel ella lo conoció cuando tenía una semana de vida. Llegaron los dos a la vez al orfanato y, aun sin verlo, dijo: «Sí, adelante». Seis meses después, estaban ya juntos en su casa de Boadilla delMonte (Madrid). Y juntos acudieron, hace dos años y pico, a por Pablo, el pequeño, al orfanato. Los dos, dice Marian, viven con naturalidad que su familia no sea de lo más común, aunque con alguna confusión inocente que, poco a poco, con afecto, cuentos y conversaciones, se va solucionando: cuando fueron a buscar a Pablo, Miguel creía, según cuenta su madre entre risas, que todos los niños venían de los orfanatos… Y Pablo, que ve que a todos los hombres que aparecen en su guardería alguien los llama papá, se piensa que una cosa es sinónima de la otra, y él también los llama así a todos. «El tema de la figura paterna me hizo reflexionarmucho, pero siempre ha habido familias monoparentales… Creo que teniéndolo claro y con cariño, se consiguen muchas cosas –dice–. Pienso que, con estos dos niños alegres, me ha tocado algo más que la lotería.»

MARILUZ VÁZQUEZ. 39AÑOS. DOS HIJOS: NICOLÁS,TRES AÑOS Y MEDIO. LEO, TRES MESES.
Cuando, con 35 años, Mariluz acudió a una clínica de reproducción asistida y dijo que quería tener sola un niño, el ginecólogo respondió: «Hombre, si yo fuera tu hermana, te diría que buscaras pareja». No lo hizo. «Si ya estás ahí, es que le has dado todas las vueltas, y no necesitas que alguien que no te conoce te diga eso. Llevaba ya seis años pensándolo», cuenta ella. Cambió de centro y, hace tres años ymedio, nació Nicolás. Ahora, en su casa de Alcalá de Henares, aMariluz se le nota aún cierta curva a la altura del ombligo, porque hace sólo tres meses que nació Leo, el pequeño, también por inseminación. Mariluz es enfermera, y preguntó en su hospital, el Gregorio Marañón, de titularidad pública, si ahí podría hacerse el tratamiento. La respuesta fue negativa, aunque ella, que pertenece a la Asociación Madres Solteras por Elección (madressolterasporeleccion.com), dice que en otras comunidades es más fácil. Aún está de baja maternal, pero cuando vuelva al trabajo piensa hacer lo mismo que cuando sólo estaba Nico y no este bebé que acaba de dejar la siesta con ojillos de sueño y hambre de pecho: ella trabaja por las noches, una sí y otra no, así que cuando esté fuera, los abuelos se ocuparán de los niños. Por la mañana, a la guarde o al cole, y las tardes las pasarán juntos. «En cuanto a la organización, la economía, la conciliación… es lógicamente más complicado para nosotras que para una pareja. Pero creo que las dificultades son similares. Quizá tenemos más trabajo ymás sueño, pero merece la pena, eso seguro.»

Inmaculada Barceló
41AÑOS.DOS HIJOS: MARIA,CINCOAÑOS.SEBASTIÀ,AÑOYMEDIO.
Dos embarazos, dos abortos, cuatro inseminaciones, seis fecundaciones in vitro, 27 meses de tratamientos y pequeños descansos obligados, 40.000 euros… y el desgaste psicológico que toda esa espera conlleva. Es lo que le ha costado a Inmaculada, Macu, compartir su vida en Palma de Mallorca con una pequeña risueña y cariñosa, Maria, y su hermano, Sebastià, un bebé al que Maria cuida y ayuda a bañar como haría cualquier niña con su muñeco. Todo, por «una vocación que te supera», la de sermadre. Macu, hija del cofundador de Viajes Barceló, estuvo casada, se divorció y hasta anuló su matrimonio por la Iglesia. Y si alguien le hubiera dicho entonces que tendría a sus hijos de esta manera, no lo hubiera creído. Pero llegó el momento, y no quiso esperar más. A su madre, aunque hoy se desviva por sus nietos, aquello le parecía contranatura y le repetía: «por favor, no lo hagas». Ahora quiere contar en un libro su experiencia: «Este es un modelo distinto, y quizá asusta o descoloca. No nos quedamos embarazadas por un descuido; son niños muy deseados y decisiones muy meditadas. Hay mujeres que quieren ser madres, pero de repente han llegado a los 40 y no pueden. Esta es una manera de decirles que es posible, que sale bien, que el peor enemigo es una misma, el miedo a estar sola, a que tus padres te giren la cara…»

Publicado en YO DONA, el 29 de enero de 2011

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EL CRIMEN DEL ROL. DIARIO DE UN ASESINO*

«Salimos a la 1.30. Habíamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión. Yo memoricé el nombre de varias calles por si teníamos que salir corriendo y en la huida teníamos que separamos. Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él le debilitaba con el cuchillo de grandes dimensiones. Se suponía que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible, pero sí saludable), a un viejo o a un niño. Llegamos al parque en el que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie. Sólo pasaron tres chicos, me pareció demasiado peligroso empezar por ellos. Decidimos hacer una ronda buscando a nuevas posibles víctimas. En la calle Cuevas de Almanzora vimos a una morena que podía haber sido nuestra primera víctima. Pero se metió enseguida en un coche. Nos lamentamos mucho de no cogerla. Nos dejó con el agua en la boca.

»La segunda víctima era una jovencita de muy buen ver, pero su novio la acompañaba en un repugnante coche y la dejó allí. Fuimos tras ella, pero se metió en un callejón, se cerró la puerta tras su nuca. Después me pasó un tío a 10 centímetros. Si hubiese sido una mujer, ya estaría muerta. Pero a la hora que era la víctima sólo podía ser una mujer. Después fuimos a beber agua a una fuente de la calle de Becares. En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta. Tenía cara de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman. Pero era un tío. Nos sentamos junto a él. Aquí la historia se tornó casi irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros alegremente. Nos contó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de andar por casa. Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a matarle. Llegó un búho y el tío se fue en él. [ … ].

»Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!).

»Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres. Mi compañero propuso coger un taxi, atracarle y degollarle. Rehusé el plan. [ … ]. Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada.

» [ …]. El plan era que sacaríamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracaríamos y le pediríamos que nos ofreciera el cuello (no tan directamente, claro). En ese momento, yo le metería el cuchillo en la garganta y mi compañero en el costado. La víctima llevaba zapatos cutres, y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpearla, y una papeleta imaginaria que decía: ‘Quiero morir’. Si hubiese sido a la 1.30, no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida! Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos. Él se asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero le miraba y de vez en cuando le sonreía (je, je, je). Le dijimos que le íbamos a registrar. “¿Le importa poner las manos en la espalda?”, le dije yo. Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podía ver bien el cuello.

»Me agaché para cachearle en una pésima actuación de chorizo vulgar. Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hijos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha. Mi compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir “no, no” una y otra vez. Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le cogí por detrás e intenté seguir degollándole. Oí el desgarro de uno mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos. “Tíralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de autobús. Allí podríamos matarle a gusto”, dijo mi compañero. Al oír esto, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caí por el terraplén. Quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya había bajado el terraplén y le seguía dando puñaladas. Le cogí por detrás para inmovilizarle y así mi compañero podía darle más puñaladas. Así lo hice. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: “Joputas, no, no, no me matéis”.Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni se debilitaba, lo que me cabreaba bastante. [ … ]. Mi compañero ya se había cansado de apuñalarle al azar. Encontré el cuchillo (hummm, me parece que me he colado; no perdí mi cuchillo porque, si no, no habría podido hacer todo lo que voy a decir ahora). Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser, cuando los cenobitas de la película deseaban que alguien no gritara le metían los dedos en la boca. Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí el dedo en el ojo. [ … ]. Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me importó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota. […]. Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen, y me dije: “Cómo me paso”. [ …]. Le dije a mi compañero que le cortara la cabeza, lo hizo y escuché un ‘ñiqui, ñiqui’ [ …]. A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano [ … ]. A mitad de camino recordé que en el forcejeo se me había caído el reloj. Volvimos a la escena del crimen (el animal siempre vuelve), pero no lo encontramos. Llegamos a casa a las cinco y cuarto, nos lavamos y tiramos la ropa. Me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental […]. Eso me daba esperanza para cometer nuevos crímenes. Al día siguiente reparé en las posibilidades de que nos pillase la policía. El reloj, el trozo de guante, estaban en contra. Mi punto débil era también que él me había dejado lleno de heridas. Le conté todo a un futuro ayudante de ideales parecidos, pero con menos sangre fría que yo. No salió información en los noticiarios, pero sí en la prensa, El País, concretamente. Decía que le habían dado seis puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). Decía también que era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que tenía 70 puñaladas (¡qué bestia es la gente!). El crimen había sido sobre la una (¡sopla!, a esa hora estaba yo jugando con un amigo al ordenador. Es mi coartada perfecta). ¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó. Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilidades de que la policía me atrape. Si no es así, la próxima vez le tocará a una chica y lo haremos mucho mejor.»[1]

Lo que antecede no es parte de ninguna novela, de ningún cuento macabro y cruel. Es el relato animal, casi sin añadidos, paso a paso, de un crimen. Lo escribió el propio asesino, Javier Rosado, rebosante de orgullo en su bestialidad. La víctima, ese pobre hombre que tuvo la desgracia de tener una cara que a Rosado le “apetecía golpear” era don (devolvámosle la dignidad que Rosado y su secuaz, Félix Martínez, quisieron arrebatarle) Carlos Moreno, un hombre de 52 años, jefe de una contrata de limpieza, casado y con tres hijos. Carlos Moreno tuvo también la mala fortuna de encontrarse, sobre las 4.30 de la madrugada —cuando ya los asesinos habían declarado abierta la “veda de los hombres” a falta de una víctima mejor— del día 30 de abril de 1994, en la parada de los autobuses 7, 29 y 129 de la calle Bacares, en Madrid, donde le esperaba la muerte.

Según el asesino, había un 30% de probabilidades (“posibilidades”, escribió Rosado, que se creía un genio de la literatura… aunque parece que toda su genialidad no le daba para distinguir entre probabilidad y posibilidad) de que le cogieran. Quizá eran incluso menores. De hecho, la policía anduvo perdida mucho tiempo. Un empleado de la EMT, la empresa de transportes madrileña, encuentra una mañana cualquiera, en un terraplén del barrio de Manoteras, un cadáver con 20 cuchilladas, el cuerpo de un hombre humilde a quien nadie, que se sepa, podría querer hacer mal. No hay móvil, una pieza clave en la resolución de cualquier crimen, ni pistas concluyentes. Había, sí, restos de un guante de látex entre los dedos de su mano derecha, algunos cabellos enganchados a las uñas de la izquierda y un reloj, pero sin ningún hilo del que tirar, aquello no llevaba a ningún sitio. Salvo que alguien cometiera un error. Y sucedió.

***

Javier Rosado (20 años el día de los hechos) y Félix Martínez (17) se conocieron en un partido de fútbol. Se reunían en casa de Félix, fumaban a veces hachís y se enfrascaban en el rol. Según quedó probado en la exposición de hechos de la posterior sentencia, “tenían una gran amistad y una relación de dependencia afectiva y cierta simbiosis y de sumisión de Félix respecto de Javier” (“yo soy el sustento de mis compañeros, soy su hombro”, dijo este último a los forenses que lo trataron). Javier era el maestro, Félix su discípulo aventajado. Les unía la afición por el rol, que compartían con algunos amigos. En estos juegos, cada participante actúa en un mundo imaginario asumiendo un personaje cuyas características y habilidades están delimitadas por una ficha. Todo está sometido a los designios del director de orquesta, el ‘máster’ que dicta las leyes y el objetivo de los jugadores, cuya consecución da término a la partida. En la mayoría de los casos, todo queda en el tablero; en otros —el llamado ‘rol en vivo’— la pantomima se escenifica en el plano real. En el caso de Rosado y Martínez, además, la escenificación dejó de serlo para convertirse en un asesinato espeluznante.

El primero había ideado un juego, Razas, que, basado en una especie de seudofilosofía, dividía a la humanidad en una compleja red de estirpes a través de unos 40 arquetipos, personajes basados en la violencia, el terror y el odio. Algunos de ellos, los superiores, mataban; otros, los inferiores, los débiles (mujeres, ancianos, niños, ya se sabe su orden de preferencias), merecían, a la vista está, ser ejecutados. Como aquel ‘Benito’ que dibujó en una ficha del juego después del crimen y que no era más que una caricatura de Carlos Moreno. Los trazos esbozaban una persona gruesa que llevaba una bolsa, con tres pelos a cada lado de la cabeza. En la carta constaba que era “el malo”, de raza “¿blanca?” (él lo ponía así, entre interrogantes), con la leyenda “el arte mala suerte: desgraciado” y se añadía “para sacrificarlo”. “Es la polla”, rezaba a un lado. También se indicaba que a ‘Benito’ le faltaban las cuerdas vocales. El detalle no es baladí, puesto que a la víctima se le encontró una incisión en el cuello producida por Rosado, que “introdujo su mano derecha y luego las dos en la herida del cuello, realizando desgarros en los tejidos, cartílagos”, según constata también la exposición de los hechos del veredicto final, cuya lectura “produce estremecimiento” (no lo digo yo, que también, sino el Tribunal Supremo, que así lo dejó escrito al desestimar el recurso presentado por la defensa del asesino contra la agravante de ensañamiento).

***

Rosado era el máster de Razas, el amo y señor que dictó la carnicería. Se había sentido tan satisfecho de su primera actuación que quiso repetir. Su mente megalómana ideó una segunda ejecución y quizá barruntaba ya una tercera, porque su objetivo último era sembrar el terror con varios asesinatos y quedar impune. Basta imaginar que se hubieran sucedido cinco o seis muertes de estas características en Madrid en aquel año, con la policía incapaz de dar con el autor, los medios azuzando la psicosis y una ciudad de tres millones de habitantes sumida en el miedo. Todavía hoy estaríamos hablando de aquellos crímenes sin explicación, y Rosado, el ególatra, continuaría disfrutando de su triunfo.

Sin embargo, la vanidad le pudo. Creía que su liderazgo era tal que podía ampliar el número de sus seguidores sin ponerse en peligro. Ese fue su error. Les contó sus andanzas a otros tres conocidos, Javier Hugo Ercilla, menor de 18 años, Jacobo Parra y Enrique Martínez. Planeaba que juntos salieran a la calle, con guantes y cuchillos, en busca de una nueva víctima la madrugada del 5 de junio de 1994, apenas un mes después de la muerte de Moreno. Uno de ellos, Enrique, había aceptado formar parte, según declaró después en el juicio, por miedo: “No estaba yo para llevar la contraria a gente que te cuenta que ha asesinado a alguien”. Verdad o no, el caso es que cuando ya lo tenían todo preparado se echó atrás y, atosigado por la conciencia de lo que sabía y lo que planeaban hacer, fue a contárselo a un sacerdote, como el criminal de Yo confieso, la película de Alfred Hitchcock. No hizo falta, sin embargo, poner a prueba el secreto de confesión: el cura convenció al chico de que se lo dijera a sus padres, y después, a la policía.

A las 11 de la noche del 4 de junio, los agentes detuvieron a Javier Rosado y a Félix Martínez, que volvían de comprar un paquete de guantes de látex en un centro comercial. En sus casas se encontraron los cuchillos usados en el primer crimen, material del juego Razas, ropa manchada de sangre y el consabido relato en primera persona de Javier Rosado.

***

La locura que lo impregnaba todo en aquel crimen, la determinación desquiciada y la frialdad de Javier Rosado, su actitud, sus diatribas sobre razas y personajes… todo llevaba a pensar, como declaró la policía en los primeros momentos de confusión, que aquel delirante asesinato era “obra de psicópatas”. Los informes forenses iniciales parecían alentar las esperanzas de la familia del principal imputado, que se propusieron desde el primer momento basar su defensa en demostrar que se trataba de un enfermo mental inimputable. Sin embargo, entre los propios expertos había voces discordantes.

Los hijos de Carlos Moreno, la víctima, anunciaron que buscarían al “más duro e implacable abogado que exista en España, para que se haga justicia con toda dureza”. No sé si respondo a semejante perfil, pero ellos acabaron confiando en mí para ejercer de acusación, puesto que, aunque ya tenían un letrado, veían que este no era capaz de resolver una situación que se complicaba cada vez más en enmarañadas disquisiciones psiquiátricas.

En 1995, a través de un letrado de mi despacho, dos de ellos contactaron conmigo y vinieron a verme. Estaban abrumados: habían matado a su padre con un sadismo terrible y siguiendo un plan orquestal diseñado casi en cada puñalada, pero los especialistas en la mente humana, incluidas algunas de las grandes voces de la psiquiatría de este país, aseguraban que Rosado no sabía lo que hacía cuando cometió el crimen.

Acepté el caso. Es una de las pocas veces en las que he actuado de acusación particular, porque a mí me gusta más la defensa. Pero aquí todo el mundo daba por hecho que el asesino iba a quedar absuelto por falta de responsabilidad penal, porque los expertos afirmaban que no había sido consciente de los hechos, y el gran desafío estaba, precisamente, en probar que sí lo fue. Me tentaba lanzar algunas preguntas a los forenses. Por ejemplo, si hubiera habido un policía o un testigo cerca de la parada de autobús en que apuñalaron a Carlos Moreno, ¿lo hubiera asesinado igualmente, dado que su enfermedad le impelía a ello? Probablemente no, respondo yo. Él era dueño de sus actos y distinguía perfectamente, además, el bien del mal.

La batalla en el tribunal, estaba claro, no se libraría en cuanto a la autoría —pues esta era indudable, entre otras cosas, gracias al reloj, a los restos del guante, a la ‘confesión’ de Enrique Martínez (primero ante el párroco y después, ante las autoridades) y al detallado relato firmado por el asesino—, sino en el esquivo terreno de la psiquiatría. ¿Era Javier Rosado un loco al que no se le podía atribuir la responsabilidad del asesinato, pues su trastorno lo había abocado a él o, por el contrario, había querido conscientemente planear y ejecutar aquella barbaridad? La pelea sería entre forenses. Y doy fe de que, como todas las circunstancias que rodeaban aquel macabro asesinato, fue apasionante.

III Crimen del Rol (II). Un farsante que volvió locos a los psiquiatras

“No simula estar loco. Está loco”. Así de rotundo se mostraba en su dictamen Juan José Carrasco, uno de los psiquiatras forenses que trataron al acusado del Crimen del Rol, mientras la prensa se cebaba en sus desvaríos. “Cuarenta y siete personas se sentarán mañana en el banquillo de los acusados. Cuarenta y tres son peligrosos personajes de ficción que viven en el cerebro de Javier Rosado”, arrancaba el artículo de El Mundo que anunciaba el comienzo del juicio, el 27 de enero de 1997.

Aquel joven “retraído pero normal”, como lo calificaban sus compañeros de estudios en la Universidad Complutense de Madrid, el “buen chico” con “buena pinta” al que “no se le conocían peleas, ni tenía que ver con drogas”, aunque era “muy solitario” (esta vez el testimonio era de la portera del inmueble del barrio de Chamartín donde vivía con su familia), había nacido en San Sebastián, el 9 de diciembre de 1973, hijo de padres profesionales (una enfermera y un empresario), de clase media alta. Había estudiado en un colegio privado y religioso. Tenía un hermano mayor que, como él, estudiaba Químicas, y le gustaba sentarse en los primeros bancos. También leer —su biblioteca contaba con unos 3.000 volúmenes, muchos de ellos de literatura fantástica, gótica y gore— y, como bien sabe el lector, escribir. Su perro, un pastor alemán, llevaba por nombre Atila.

Hasta aquí, todo normal. Algunos de sus amigos señalaban también que, aunque tenía una personalidad atractiva, se creía superior al resto. A él, la gente le resultaba molesta, según declaró. Bien, eso tampoco es una rareza. Sí lo es que, al ser preguntado por Atila, quizá mofándose en su ‘superioridad’ del resto de los mortales, declarase: “El perro es una magnífica persona, cuando lea la prensa ya sabrá a qué me refiero”. También que, después del asesinato, escribiese un relato de lo sucedido tan frío como el que hizo, sin sombra de arrepentimiento ni atisbo de humanidad. O que asegurase haber nacido a los 14 años, cuando ‘conoció’ a Cal, el arquetipo 32 de Razas, “el dolor, el bendito sufrimiento”.

“Aprender a usar el dolor es disfrutarlo como el placer”, les dijo a los forenses. “Tengo 43 personalidades diferentes. Tiro el dado y si sale la 26 tengo que actuar como la 26 […]. Voy por los pasillos del laberinto y me encuentro a las personalidades. Me relaciono con unas muy bien, con otras muy mal, con otras no me hablo, otras no quieren hablar conmigo, van a lo suyo, son parte de mi cerebro que van a lo suyo, pero les conviene pactar. A veces oigo una voz… es mi pensamiento”, explicó a los doctores. Entre esos 43 personajes había varios capaces de matar, algunos por mero placer, como Lúcer, el número 20, encarnación del mal, e Iada, el 28, el hijo del odio, la nada que quiere la eliminación de todo. Había, al menos, un carácter bueno, el número 1, Iisechiin, “el labrador, la conciencia, el remordimiento, el bien… […], murió en el proceso […]. Mi conciencia se suicidó en COU”. Al fin y al cabo, como él mismo sentenció, el arquetipo número 1 era “algo tonto”.

***

Aquel individuo era, a todas luces, un asesino despiadado, ‘confeso’ (por mucho que él insistiera en que había escrito su crónica del crimen basándose en las noticias que habían aparecido en prensa, allí había detalles que los medios no habían recogido) y tal vez loco. Los psiquiatras tenían una difícil papeleta entre las manos. Debían discernir la verdad de la mentira en sus palabras para determinar si padecía algún tipo de trastorno mental y, en caso afirmativo, dictaminar si este le impedía o no actuar libremente. De ello dependía el veredicto.

Salvo en lo concerniente a que Rosado era un sádico muy peligroso que podría volver a matar, no hubo acuerdo entre ellos. Ramón Núñez Parras y Juan José Carrasco Gómez, de la Clínica Médico Forense del Ministerio de Justicia e Interior, elaboraron uno de los informes que barajó el juez instructor. [Javier Rosado teme que] “las subpersonalidades más violentas se hagan con su yo y que al salir de prisión vuelva a matar”, declararon, añadiendo que, cuando cometió el asesinato, sufría una enajenación que podía incluso hacerlo inimputable. Padecía, en su opinión, un trastorno de personalidad múltiple, “un cuadro clínico, poco conocido y no plenamente aceptado por la psiquiatría”. “La subpersonalidad dominante en un momento determinado puede tomar el control absoluto de la conducta de la persona”, agregaban.

Para las psicólogas Blanca Vázquez y Susana Esteban, de la Clínica Médico Forense de Madrid, en cambio, se trataba de un psicópata con “una personalidad sádica que suele ponerse de manifiesto con conductas crueles, desconsideradas y agresivas dirigidas hacia los demás, siempre que éstos sean subordinados o estén en un estatus inferior al sujeto” (¿les suena? ¿No recuerda a aquella altanería con la que Rosado escribió “es espantoso lo que tarda en morir un idiota”?). Añadían estas expertas: “Posee una grandiosa sensación de valía o autoestima personal, considerándose más inteligente que los demás. No tiene sentimientos de culpa, ni remordimientos por los efectos de su conducta sobre los otros. Es egocéntrico, insensible y falto de empatía, irritable, impaciente y con bajo autodominio”. Su psicopatía “no afecta, en absoluto, a su manera de entender y obrar. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando lo hace […]. Jamás ha creído ser una de estas razas, las conoce y controla a su voluntad y siempre desde una posición de observador”. Su conclusión era rotunda: Rosado era responsable de sus actos.

A la discordia se sumó una de las voces más reputadas de nuestro país en este terreno: José Antonio García Andrade, profesor de psiquiatría forense de la Universidad Complutense de Madrid. “Hay que distinguir los delitos cometidos por el juego y aquellos otros cometidos en el juego. Javier Rosado no comete su delito a causa de su juego, sino precisamente en su juego”, explicaba éste en su informe, también en poder del juez. Por eso el crimen había sido “expresión de su enfermedad mental” y sería “totalmente inapropiado tratar de entender que Javier es un psicópata”. Andrade llegó más tarde a comparar a Rosado con Newton: así como Newton compaginaba sus delirios esquizofrénicos con el desarrollo de la Ley de la Gravedad, Rosado los unía a sus estudios de Químicas y Física Cuántica, que continuaba en prisión.

***

Sobre estos mimbres habría de sustentarse el juicio. O bien Rosado era, como sostenían los pesos pesados de la psiquiatría forense —García Andrade, Núñez Parras y Carrasco Gómez, a los que se unía Carlos Fernández Junquillo, que lo trató en la cárcel de Valdemoro— un psicótico o acaso un esquizofrénico con personalidad múltiple y trastorno disociativo de la personalidad (es decir, alguien a quien no se podía responsabilizar de sus actos) o bien un psicópata, como argumentaban las psicólogas Vázquez y Esteban —más jóvenes que sus colegas pero igualmente contundentes—, que simulaba padecer otros trastornos y que mató, conscientemente, por el placer de matar (es decir, responsable e imputable).

La fiscal se sumó a esta última hipótesis, y pidió 93 años de cárcel para los cuatro acusados —Javier Rosado, Félix Martínez (los dos implicados en el primer crimen), Javier Hugo Ercilla y Jacobo Parra Sanz (los acólitos con los que contaban para el segundo)—, que se concretaban en 47 de prisión para Rosado y 34 para Martínez, por asesinato, robo (antes de cebarse con él, a la víctima le cogieron las 3.000 pesetas que llevaba encima) y conspiración para asesinato (la frustrada segunda ‘cacería’). Nosotros, como acusación particular, reclamábamos para ambos la máxima pena, 30 años, por el asesinato de Carlos Moreno, con todas las agravantes que uno pudiera imaginar, incluyendo premeditación y alevosía.

El juicio arrancó con una expectación inusitada. Allí estaban todos los medios nacionales y una buena representación de la prensa extranjera —incluyendo The New York Times y Der Spiegel— buscando nuevos detalles, porque aunque en Estados Unidos sí había ocurrido, en Europa esta era la primera ocasión en que se planteaba desde el punto de vista de la psiquiatría forense la doble personalidad. Nunca se había escuchado en ningún juicio de los celebrados en el continente un diagnóstico semejante. La pregunta era: ¿se convertía Rosado por su propia voluntad en uno de los personajes de su juego o estas personalidades se adueñaban de su mente sin que él pudiera controlarlas? La vieja escuela, con Andrade a la cabeza, sostenía esto último.

Desde el principio, lo supe: urgía desarmar esa teoría, olvidar los hechos, que ya estaban probados, y centrarnos en la mente criminal del asesino, que había diseñado y ejecutado un asesinato conscientemente. Por eso, debíamos encontrar un experto de parte que rubricara la opinión de las psicólogas.

La familia de la víctima, sin embargo, había quedado destrozada y sus medios económicos eran más que limitados, porque se sustentaban en el sueldo de Carlos Moreno. Pero, aunque no podían pagar el trabajo de un forense, con el tiempo logramos que Luis Caballero, de la Universidad Autónoma de Madrid, nos ayudara a desenmascarar a ese farsante “capaz de volver locos a los propios psiquiatras”, como lo describió un destacado especialista, ajeno al caso, en el periódico El Mundo.

***

En las primeras jornadas de la vista, Félix Martínez negó haber participado en el apuñalamiento: “Me quedé paralizado […]. Lo recuerdo todo muy borroso. Tuve una sensación de pánico, miedo, sorpresa”. No lo había denunciado después porque “tenía miedo de ser la próxima víctima de Javier. ¡Está loco!”. Mientras, éste se acogía a su derecho a no declarar contra sí mismo, y guardaba silencio.

Mi estrategia consistía en plantear cuestiones que, aunque a primera vista parecían irrelevantes respecto a lo que allí se juzgaba, a la larga me permitirían demostrar que Rosado no padecía antes del crimen ninguno de los síntomas que acompañan a la personalidad múltiple o los delirios de la esquizofrenia. Hasta la juez se sorprendió en alguna ocasión: “Tiene algún sentido su pregunta?”. Efectivamente, semejaban no tenerlo. Indagaban en su vida cotidiana, si se ausentaba de casa durante algunos días sin causa aparente, si tenía pérdidas de memoria… porque todo aquello haría posible probar, cuando se concediese la palabra a los psiquiatras, que no había actuado movido por su enfermedad mental.

La presidenta de la sala, con buen criterio, decidió que los expertos y peritos expondrían sus tesis y luego las debatirían entre ellos con preguntas de las partes, en vez de escuchar el testimonio de cada uno por separado. En la tercera sesión del juicio, el tribunal se transformó en un encendido foro científico. “Los facultativos llegaron a tirarse los trastos a la cabeza”, describió la prensa al día siguiente.

Las psicólogas Esteban y Vázquez y nuestro psiquiatra, Luis Caballero, rebatieron con autoridad el dictamen de sus colegas, que representaban a la elite de la psiquiatría española. Caballero los destrozó. Se permitió incluso recomendarles artículos y libros recientes sobre el tema, y subrayó que todos los indicios de la supuesta personalidad múltiple de Rosado y también los de su hipotética esquizofrenia habían aparecido tras el crimen. Eran, en suma, impostados, como habíamos demostrado con todas aquellas cuestiones sobre su vida que habían sorprendido a la juez y a los testigos. “No presenta ni uno sólo de los síntomas característicos de la personalidad múltiple (depresión, alcoholismo, cambios de humor, abuso de substancias…). Pensamos que se trata de una persona que mata por matar”, explicaron las psicólogas, mientras el doctor Fernández Junquillo, partidario de la postura opuesta, reconocía ante mis preguntas que “la esquizofrenia no aparece de un día para otro”, como supuestamente había sucedido con Rosado, que antes del juicio no había mostrado signos de delirios o alucinaciones. Además, como recordaron las psicólogas, otro de los acusados, Félix Martínez, les había explicado “que tenían un plan para, en el caso de que los pillaran, hacerse los amnésicos, y si esto les fallaba, hacerse los locos”.

Había contradicciones en la actuación de los propios psiquiatras que sustentaban las tesis de la defensa. Carlos Fernández Junquillo le suministraba a Rosado en prisión un medicamento, denominado Meleril, que en dosis bajas funciona como ansiolítico, y sólo en cantidades elevadas tiene alguna utilidad para los brotes psicóticos. ¿Por qué entonces, como bien expuso Caballero, a Rosado se le daban tan sólo 50 milgramos al día, que no servían más que para hacerle dormir bien, y no para controlar su teórica esquizofrenia?

***

Sorprendentemente (o no tanto), Javier Rosado, el ególatra, parecía más cómodo con nuestros argumentos que con los de su defensa. En su orgullo, creo que prefería que se le adjudicase el papel de asesino inteligente y calculador que el de un loco que no sabía lo que hacía. Así lo interpretó también el periodista Fernando Mas, en un artículo revelador (El Mundo, 30-1-1997) que retrata con detalle su actitud ante la trifulca entre los peritos y que, por su interés a la hora de describir cómo se comportó el asesino durante todo el proceso, reproduzco:

MADRID.- Chupetea su bolígrafo negro, se pasa dos dedos por los labios y se recuesta sobre el respaldo de la silla. Habla con el policía de la izquierda, con el de la derecha, toma notas en su cuaderno rojo. Sonríe.

Un ambiente denso, caluroso, envuelve la Sala 0 de la Audiencia Provincial de Madrid. Pese al calor, Javier Rosado, el presunto asesino del rol, lleva puesta una bufanda negra y una parca azul tres cuartos. Vaqueros y un jersey blanco tirando a gris. Zapatillas negras, calcetines blancos con unos adornos celestes. A través de los vidrios anchos de sus gafas de pasta la realidad se ve distorsionada, borrosa.

Tez blanca, manos finas, ojos claros y pequeños, una frente amplia deja paso a un pelo fosco que le cubre hasta la nuca. Garabatos sobre el cuaderno. Toma notas, dibuja. No cesa de mirar a todos los actores de su propio juicio. Ha llegado, incluso, a preguntar por una abogada en concreto, según ha podido saber este periódico.

“Es probable”, asegura el psiquiatra Fernández Junquillo, “que ahora mismo esté elaborando un juego de rol con nosotros”. Javier Rosado, con 43 alias a sus espaldas el día del crimen —y hoy con más de 60 personajes en su mente—, sigue tomando notas que podrían engrosar su historia.

Tampoco reacciona cuando otro de los médicos cuenta que, ya en la cárcel, le preguntó: “¿Ha tenido alguna idea extrema?” Rosado le respondió que sí, que el suicidio. “Cuando le pregunté por qué no lo hizo, me respondió que por su madre”. Javier mueve la cabeza, sonríe cuando uno de los forenses se refiere a él como “un loco con mucha peligrosidad”.

Es como si no compartiera los comentarios de los psiquiatras que se inclinan porque Lúcer, Mara, Faseín o Wula —que cualquiera de ellos puede ser Javier— es un esquizofrénico, un psicótico… No está cómodo. Sin embargo, se sumerge en la más absoluta de las ausencias cuando oye cómo dos psicólogas coinciden en señalar que finge, que él controla su mente, que es un psicópata, que sabía lo que hacía cuando, presuntamente, mató.

Javier Rosado está en el banquillo (una fila de sillas) de los acusados custodiado por dos policías. A su izquierda, dos de los acusados de conspirar para ejecutar un segundo crimen. A su derecha, con dos agentes de barrera, Félix, el muchacho acusado de ser el coautor de la muerte.

El ordenador de la Sala 0 se rompe. Un receso obligado. Rosado se levanta, habla con sus amigos de juego y banquillo. Enciende un cigarrillo negro. Estira sus músculos, habla con su abogada. Se reanuda la sesión y pide agua. También Félix, que durante toda la vista se mantiene cabizbajo, que a cada una de las referencias que sobre él se hacen reacciona con un ligero sonrojo.

En un lateral de la Sala 0, la familia de la víctima presta atención a todas y cada una de las declaraciones de los psiquiatras, claves para desembrollar el caso. Taciturnos cuando escuchan que el ideólogo del rol Razas es inimputable, que debe ir a un psiquiátrico. Más satisfechos al oír que se trata de un psicópata, imputable.

Tres días de testimonios y ni una mala reacción. Ni siquiera cuando ayer escucharon los detalles más escabrosos del caso, los que contiene el informe forense, aquellos que describen cómo los presuntos autores de la muerte de Moreno desgarraron con sus propias manos el cuello de su víctima.

“Nos cuesta, pero intentamos mantener el tipo. ¡Claro que acumulamos rabia, pero aquí dentro nos tenemos que contener!”, explican dos hermanas de Carlos Moreno.

La juez pone fin a la sesión del día. Rosado se levanta y estira sus brazos. Le colocan las esposas. Dos policías lo escoltan. “¡Javier!”. Rosado se da la vuelta. Se detiene. “¿Qué llevas en ese cuaderno? ¿Qué escribes en él?”. Una ligera sonrisa aflora en su cara. Se muestra como una persona tímida, sorprendida. “Todo”, responde. “¿Qué es todo?”. Un policía lo invita a encaminarse hacia la salida. “Todo lo que se dice y lo que estoy viendo”. Se lo llevan.

***

La vanidad pudo con Rosado, que prefería casi declararse culpable a que cuestionasen su inteligencia. Tras días de silencio, garabateando en aquel cuaderno, Rosado tomó la palabra. “No había hablado antes porque no tenía información ni pruebas sobre este caso. Ahora es diferente. En este cuaderno no he escrito ningún nuevo juego de rol como ha dicho aquí Junquillo y como bien ha recogido la prensa. Aquí he hecho un relato pormenorizado de todo lo que se ha dicho y ocurrido en este juicio y que me gustaría leer”. La juez lo interrumpió: “No está usted sentado ahí para hacernos un resumen del juicio, sino para añadir algo nuevo. ¿Tiene algo que decir?”

En un tono áspero, el acusado explicó que no estaba de acuerdo con ninguno de los diagnósticos presentados por psiquiatras y psicólogos. Ni psicópata ni psicótico. No lo dijo, pero dio a entender que estaba en su sano juicio: “Ninguno de ellos ha encontrado antecedentes o indicios de agresividad ni violencia en mi personalidad. Nunca, ni antes de los hechos, ni en mi vida normal, ni después en la cárcel, he levantado la mano contra nadie y reto aquí mismo a que quien diga lo contrario lo demuestre”. “Desde el principio siempre se me ha puesto a mí como un psicópata, mientras que el señor Félix, que tiene tres años menos que yo, es siempre un pobre hombre. Si a los dos se nos acusa del mismo crimen, ¿por qué es sólo a mí al que se le realizan los test psicológicos encaminados a determinar la personalidad del psicópata? ¿Por qué no se le hacen también al señor Félix?”, interrogó. “Dijeron [los forenses] que había un tipo de heridas realizadas con más entusiasmo, hechas por un gran cuchillo, y otras más pequeñas, hechas con menos fuerza realizadas por un arma más pequeña. Según ellos, el arma grande provocó el 90% de la muerte, y la otra sólo el 10%. Pues el que llevaba el cuchillo pequeño era yo. Es decir, que tenía menos ansias de matar”, dijo en su defensa.

“En cuanto a mi relato, que algunos han llamado equivocadamente diario, yo puedo asegurarles que suelo escribir muchos de ese estilo. Escribo relatos de terror, de ciencia ficción y de otros tipos. Cuando me pongo a escribir un relato de terror intento que sea lo más terrorífico posible, porque de eso se trata”.

El murmullo en la sala lo acompañó de nuevo hasta el banquillo. Aparte de su ya conocida prepotencia, su alegato —Rosado quizá no fuera tan listo como pensaba—, había aportado una prueba más en su contra. A pesar de haber mantenido siempre que no había participado en el asesinato y de que había hecho uso de su derecho constitucional a no declarar contra sí mismo, sin embargo, “al darle la última palabra, señaló que quien llevaba el cuchillo pequeño era él”, como apuntó atinadamente la magistrada María del Carmen Compaired Plo en la sentencia.

***

Fue un gran triunfo. Mis tesis habían sido aceptadas casi en su totalidad, había conseguido que se echase por tierra el primer supuesto caso de personalidad múltiple que se dirimía en toda Europa y, por último, había salido bien librado de mi primer cara a cara con el catedrático Luis Rodríguez Ramos, abogado de Rosado, a quien considero mi maestro y que fue, además, la persona que me animó a realizar la abogacía.

El propio acusado, en su vanidad, se había incriminado, y con nuestra actuación y la de nuestro perito había quedado claro que “tenía en el momento de ocurrir los hechos un trastorno de la personalidad —psicopatía —, manteniendo sus facultades volitivas e intelectuales intactas”, según dictó la sentencia. “No se aprecia ninguna alteración de conciencia ni de la orientación. No hay alteración de la memoria que le impida recordar detalles después del crimen, que es cuando escribe. No hay sospecha de síntoma psicótico que afecte al curso del pensamiento. No hay alucinaciones en el relato. No hay referencia de desdoblamiento de personajes. Está escrito en primera persona del singular y relata los hechos de una forma fría, impasible. No aparecen elementos psicopatológicos relevantes”, resumía aquella, refiriéndose al ‘diario’ del acusado. Quedaron pues, desechados los argumentos exculpatorios de la defensa. Había, además, pruebas de su ensañamiento con la víctima (recordemos, por ejemplo, el escabroso asunto de las cuerdas vocales). La condena sólo podía ser dura: 42 años y dos meses de prisión.

Su compañero de correrías, Félix Martínez, que contaba con la atenuante de la edad y que tenía una relación de “dependencia y simbiosis” con Rosado, se llevó 12 años y 9 meses de reclusión menor. En cuanto a los otros dos acusados, la fiscal ya había retirado los cargos contra Jacobo Parra, y Javier Hugo Ercilla quedó absuelto, puesto que no pudo probarse que tuvieran intención de sumarse a la segunda ‘cacería’ de aquellos cuerdos sanguinarios que quisieron, y casi consiguieron, hacerse pasar por locos. Y volver, de paso, locos a los psiquiatras.

* Este es el primer capítulo del libro Memorias de Javier Saavedra, editato por LA ESFERA DE LOS LIBROS (2010) y escrito por la autora del blog a partir de entrevistas con este abogado.


[1] La transcripción del diario de Javier Rosado está tomada de El País (9-06-1994), que en su publicación eliminó “algunas frases repugnantes con detalles macabros”.

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¿FUE ASESINADO EL PADRE DE OBAMA POR MOTIVOS POLÍTICOS?

No habría muerto al estrellarse contra un árbol, borracho como una cuba, sino víctima de un crimen político de una etnia rival en Kenia . La hipótesis la recoge un libro sobre las raíces del presidente de EEUU. La abuela keniata: «El coche no estaba muy perjudicado, ni siquiera había mucha sangre».

La noche era cerrada. Aquel 24 de noviembre de 1982 la oscuridad imperaba en África. El alcohol barato de los bares de Nairobi había convertido la cabeza de Barack Obama padre en un bombo. Todo le daba vueltas. Incluso el árbol que tenía enfrente y que no pudo esquivar. Dicen que la muerte fue instantánea y que apenas sufrió. Una hipótesis que ahora refutan los Obama africanos y que recoge un nuevo libro. La tesis: el padre del presidente estadounidense podría haber sido eliminado por su resistencia al Gobierno de los kikuyus, etnia que los británicos promovieron tras la independencia en detrimento de los luos, la tribu de los Obama.

—Barry, Barry, ¿eres tú?
—Sí… ¿Quién es?
—Soy tu tía Jane, de Nairobi.
—¿Quién has dicho que eres?
—La tía Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto en un accidente.

Cuando Barack Obama (Barry) recibió la llamada con las malas noticias era un estudiante de la Universidad de Columbia (Nueva York). No conocía Nairobi ni Kenia. Y Barack Hussein Obama senior, el fallecido, no era para él más (ni menos) que un padre ausente. Sin embargo, su sombra incómoda le ha perseguido siempre. Hoy, vuelve a hacerlo. El libro The Obamas (Ed. Crown), sobre las raíces africanas del primer presidente negro de EEUU, se hace eco de las dudas que los familiares y amigos de Obama Sr. albergan sobre su muerte, en un intento que muchos expertos califican de afán por redecorar la figura de un hombre con muchos pliegues.

La versión oficial dicta que salió de un bar como una cuba, como solía, y se empotró contra un árbol. La que con este libro (que ya está a la venta en el Reino Unido y en primavera llegará a EEUU) sale a la luz, apunta a que pudo ser víctima de un asesinato político. Incluso la ‘abuela’ del presidente, mamá Sarah [en realidad, una de las mujeres de su abuelo], sostiene que el accidente no fue la causa del fallecimiento de su hijo, cuyos restos están enterrados en la casa de la octogenaria, como manda la tradición africana, en la misma tierra fértil que alberga el cuerpo de su difunto marido. «Nunca pensamos que fuera un accidente de verdad. Su cuerpo estaba entero, el vehículo no estaba muy perjudicado. […] Ni siquiera había mucha sangre», ha dicho ahora, al ser preguntada.

Como reconoce el autor del libro, Peter Firstbrook, intentar probar el asesinato, más de 25 años después, es inútil. Más cuando la biografía del personaje, con tantas luces como sombras, hace posibles ambos desenlaces. Obama Sr. era un individuo sin duda brillante, con convicciones políticas y carisma, orgulloso de su país, Kenia, y capaz por ello de vocear su opinión aunque ofendiese al mismísimo presidente y líder de la independencia, Jomo Kenyatta. Y, al tiempo, un alcohólico con un ego demasiado grande y una boca de igual tamaño, soberbio, cautivador (especialmente con las mujeres), polígamo, esposo violento y hombre iracundo que echó su carrera por la borda y que abandonó a su esposa y al pequeño Barack (1 año), para no volver más que una vez, y de visita. Pero ¿a quién de los dos buscó la muerte aquel 24 de noviembre?

Obama Sr. nació en 1936, junto al lago Victoria, vástago de un patriarca luo (y polígamo: tuvo cinco mujeres), etnia conocida en Kenia por sus dotes intelectuales y por su educación. El chico tenía inteligencia, rebeldía y arrogancia. Con un expediente inicial excelente, abandonó el instituto y su casa, tras la consiguiente paliza de su padre: «Veré cómo te diviertes ganando tu propia comida», le dijo. Corría 1953, y el país hervía con la revuelta independentista contra los británicos, que promovieron a los kikuyus y arrinconaron al resto de etnias, también la luo. Él comenzó a interesarse por la política, pero siempre tuvo una fijación más perentoria: las mujeres.

En 1957 se casó con Kezia Nyandega (su padre dio 16 vacas de dote), y engendró dos hijos. Al tiempo, trababa amistad con los que poco después gobernarían el país, especialmente Tom Mboya, un líder luo e importante promesa política. Pero Obama Sr. sabía que tenía talento, más que el resto (según creyó siempre), y quería aprovecharlo. Utilizó su encanto y, con la ayuda de varias norteamericanas fascinadas, pasó cursos a distancia y pidió becas (más de 30) para campus en EEUU. Finalmente, lo aceptó la universidad de Hawai, donde sería el primer estudiante negro africano.

En el aeropuerto de partida se quedaron su primer hijo, su mujer, Kezia, y la niña que tenía en su vientre. En el de llegada, le esperaban el título en economía, una nueva esposa que no sabía nada de la anterior, Ann Dunham, y otro hijo, Barack Jr., que nació el 4 de agosto de 1961 (técnicamente ilegítimo, puesto que la poligamia no es legal en EEUU y no se divorció de Kezia). Cuando acabó la universidad, a los 26, aceptó una beca de doctorado en Harvard, adonde se fue sin ellos. Y siguió conquistando buenas notas… y féminas: «A las mujeres les gustaba este hombre. Barry [padre e hijo comparten nombre y apodo] tuvo montones de novias», cuenta un compañero de Harvard. Entre ellas, Ruth Nidesand, una profesora también blanca, su tercera esposa (después de que Ann pidiera el divorcio) y madre de dos de sus niños.

Kenia logró la independencia en 1963. Era hora de volver y buscar un puesto en el gobierno de Kenyatta, en el que su protector, Mboya, ocupaba un ministerio. Pronto, Obama Sr. estaba en el Kenya Central Bank, donde se labró una fama de aclamado economista, pero la semilla de su caída estaba también sembrada. Siempre le había gustado beber. Se le conocía como Double-double, porque pedía dos whiskys a la vez (Johnnie Walker o Vat 69), y siempre intentaba que pagase otro. También escribió un artículo en el que criticaba el gobierno de Kenyatta, lo que le valió importantes enemigos y el pasaje al ostracismo.

A finales de los 60, algunos líderes luo pasaron a la ilegalidad; a otros se les eliminó directamente. En 1969, Mboya fue asesinado, tras lo que muchos vieron la mano del propio Kenyatta. Obama Sr. estaba en una posición difícil. Lo echaron del Banco Central, y se dedicó a beber y criticar en voz demasiado alta. Seguía viendo a Kezia, su primera esposa (que tuvo otros dos hijos, quizá suyos) y su matrimonio con Ruth, a la que según algunos testimonios golpeaba, se rompió. Conductor pésimo, sufrió varios accidentes graves.

Tuvo, aún, un par de empleos, otra esposa, una luo, y otro hijo, en 1982. A éste, de alguna forma, también lo abandonó: pocos meses después, en noviembre, Obama Sr se dejó la vida contra un árbol. Había estado bebiendo toda la noche, pero aquello, según dicen ahora sus familiares en bloque, «no parecía un accidente» sino, más bien, «un crimen […]. Ha muerto tanta gente de esa forma».

No se le veían heridas graves, el coche no parecía salido de un siniestro… Y, como comenta un viejo amigo, «los kikuyus creían que si eliminaban a los luo más brillantes, podrían gobernar para siempre». ¿Es algo que pueda probarse? No. ¿Es creíble? Tanto, quizá, como que Double- double conducía muy borracho.

Publicado en Crónica, de EL MUNDO, el 7 de noviembre de 2010 [firmado con Joana Socías]

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¿Y SI ZELDA FUE VÍCTIMA DE SCOTT?

Fue la noche del 10 de marzo de 1948. La chispa saltó en la cocina, y en aquel maldito hospital de Asheville (Carolina del Norte, EEUU), donde hasta las salidas de incendios eran de madera, nada pudo frenar el fuego. Cuesta imaginar a Zelda Sayre Fitzgerald desencajada entre la humareda. La gran Zelda que enamoró al escritor Francis Scott Fitzgerald y quién sabe a cuántos hombres más, aquella mujer con nombre de gitana que fascinó y escandalizó con su libérrima vida, la reina de Nueva York que tan pronto se encaramaba a lo alto de un taxi como se lanzaba, de un brinco, a una fuente de Union Square, siempre exquisita, siempre ebria. Cuesta imaginarla, sí, chillando de pánico junto a sus ocho compañeras de cautiverio y de destino. Aquella amarga noche de marzo de 1948 en que las llamas devoraron el sanatorio de Asheville no sólo murieron nueve mujeres a quienes el mundo había declarado locas. Con Zelda se apagaba el último rescoldo de los felices 20.
Con ella morían también la Rosalind de A este lado del paraíso, la Gloria de Hermosos y malditos, la Nicole de Suave es la noche y, sobre todas, la Daisy de El Gran Gatsby. Zelda había sido la musa de Scott, el alma de las mujeres que él soñó en sus libros. La trama de la que nacían sus historias. Se conocieron en un baile, en 1918. Ella, 18 años y él, 21.
Zelda era una niña mimada del sur, una belleza rubia de familia bien (su padre era juez de la Corte Suprema) a la que le gustaba escandalizar a las mentes puritanas de su Montgomery (Alabama) natal, bailar, frecuentar a jóvenes y nadar con un traje de baño color carne que alimentaba los rumores de que se sumergía desnuda. Él había nacido en St. Paul (Minnesota), andaba destinado en un campamento próximo a Montgomery y, por mucho que aspirara a vivir de lo que escribía, hasta la fecha no era más que un soldado nacido en una familia venida a menos, cuyo padre se había empleado vendiendo jabones. Pero sabía bailar, era guapo, educado y seguro de sí mismo. De aquel encuentro entre la aprendiza de flapper y el teniente nació una pasión amorosa, sexual y creativa que los marcaría hasta el fin.
Tras meses de alcohol, amor y compromisos rotos, a él le confirmaron la publicación de su primera novela (esa A este lado del paraíso en la que modeló a su heroína a imagen de Zelda), y ella, a cambio de su éxito, dijo sí. Scott la sacaría de aquel aburrido Sur. El 26 de marzo de 1920 la novela apareció en las librerías, el 30 Zelda llegó a Nueva York y el 3 de abril se casaron en la catedral de Saint Patrick.
El resto de su historia ejemplifica como nada la locura de aquellos felices 20, de aquella era del jazz que nació tras la Gran Guerra y quebró, como en un mal sueño, la crisis del 29. Los Fitzgerald se bebieron la década al endiablado ritmo del foxtrot. Tanto que no sobrevivieron a su resaca. Tras el enlace, se convirtieron en los personajes más conocidos de Nueva York, adictos a todos los clubes, expulsados de todos los hoteles y dueños de todas las portadas. Tuvieron una hija, Frances, y Scott siguió escribiendo, pero había una cara B: las peleas, espoleadas por el alcohol, y las deudas, que el escritor pagaba redactando cuentos para revistas. Uno de ellos, El curioso caso de Benjamin Button, aspira hoy a varios Oscar convertido en filme.
En 1924 marcharon a Francia, a la Riviera, donde él escribió su obra cumbre, El gran Gatsby. Ella, aburrida, vagaba por los casinos y cayó en los brazos —quizá literalmente— de un piloto galo, Edouard Jozan. Se dice que Zelda le pidió el divorcio a Fitzgerald, y que él la encerró en casa hasta que cedió, y juntos viajaron a París en 1925. Allí, Fitzgerald se sumó a los escritores de la generación perdida (Dos Passos, Ezra Pound, Hemingway), mientras este último levantaba la leyenda negra que ha rodeado a Zelda. En París era una fiesta, Hemingway la acusa de ser la causante de la degeneración de Scott. «Entonces no conocía aún a Zelda, y por consiguiente no tenía ni idea de las temibles desventajas contra las que luchaba Scott».
Desde entonces, Zelda fue vista como el mal de Fitzgerald, la mujer egoísta y vacua que lo sumergió en un círculo de alcohol y gritos que le impedían escribir, al tiempo que, aburrida, plagiaba su estilo en su propia obra deleznable (Resérvame el vals).
Ahora el escritor Gilles Leroy le ha dado voz propia en Alabama Song (RBA), una novela en la que reclama su verdadero puesto en esta historia. «Scott nunca me dejó aprovechar ninguna oportunidad. Más bien puso mucho empeño en fastidiarme todas las oportunidades», escribe Leroy y dice Zelda en ese libro. En él aparece una mujer intensa y con talento propio apagada por un Scott autoritario y celoso de su éxito, capaz de usar fragmentos de los diarios de su esposa en sus novelas («parece creer que el plagio comienza en casa», escribió la Zelda real) y de pedir a sus médicos que requisaran sus escritos.
De lo que no cabe duda es de que se destruyeron, juntos, en aquella «cloaca elegante» en que se convirtió su vida (en palabras de Leroy-Zelda), entre botellas y novelas que retrataban una década que naufragaba con ellos. En 1930, Zelda ingresó en el primero de una larga lista de sanatorios, donde fue tratada de esquizofrenia. Ya de vuelta a EEUU, y tras publicar Resérvame el vals (ella, en 1932) y Suave es la noche (él, en 1934) —ambas, según proclamó furioso el escritor, realizadas a partir del mismo material—, él sobrevivió en Hollywood escribiendo guiones. En 1940 murió en casa de su amante, la columnista Sheilah Graham. Ocho años después, su esposa, la musa de su literatura, ardía en un hospital de Asheville.

Publicado en Crónica,  de EL MUNDO, el 22 de febrero de 2009

Zelda Sayre Fitzgerald

Esposa y musa de Scott Fitzgerald.

Fue una mujer libre que fumaba, bebía y vivía sin remilgos en los años 20.

Novela. «Alabama Song» (RDA), de Gilles Leroy, premio Goncourt 2007. De forma novelada, Zelda se defiende de su leyenda negra: haber abocado al escritor a la destrucción.

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AMENAZADAS COMO POLITKÓVSKAYA

Corren malos tiempos para la libertad de expresión. En lo que llevamos de año, 132 periodistas han sido encarcelados y 69 han muerto. Tres mujeres nos relatan su lucha por ejercer una profesión de alto riesgo, también fuera de las zonas en guerra.

Elena Tregubova (Rusia). Por Ana Goñi

Miércoles 29 de agosto, 0.10. h. En el mail aparece un nuevo correo firmado por Elena. Contiene un artículo del diario Izvestia sobre las detenciones que el fiscal ruso Yury Chaika hizo esa semana en relación con el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya. Al final de la información, aparecen fotos de varios exiliados rusos, incluida una de la propia Elena, con un pie en caracteres cirílicos que ella misma se encarga de traducir: «Tregubova también podría convertirse en una víctima». Elena o Yelena Tregubova, de 34 años, la periodista que ha mandado el correo, no aclara si ve en esto una especie de aviso. Pero el hecho de que un medio progubernamental como Izvestia te señale como posible víctima no es algo que convenga ignorar. En un país donde más de 160 periodistas han muerto asesinados desde que cayó el comunismo, el suyo es un oficio peligroso. Lo sabía Politkóvskaya y lo sabe Tregubova que, después de arremeter en sus textos contra Vladimir Putin, espera en Londres a que las autoridades británicas le concedan asilo. Por eso, hablar con ella no es tarea fácil: antes, Elena pide todos los detalles que puedan confirmar que uno es quien dice ser, para que los encargados de su seguridad puedan comprobarlos; después, se comunica sólo por mail, a menudo con un único mensaje nocturno. Algo que parece comprensible si a la inquietante mención de Izvestia añadimos que Andrei Lugovoi, el hombre al que Scotland Yard acusa del asesinato con polonio-210 de Alexander Litvinenko, sumó ese mismo día 29 el nombre de Elena a una amarga lista: «Yo creo que la cadena [de muertes] iba a ser Politkóvskaya-Litvinenko-Tregubova», declaró.

La historia de Elena arranca a finales de los 90, en los años de Yeltsin, cuando formaba parte de los periodistas destacados en el Kremlin por el diario Kommersant. Allí conoció a buena parte de la recién nacida corte rusa: políticos, ex agentes del KGB y magnates, la nueva oligarquía. Y de sus experiencias nació un libro, publicado en su país en 2003 y más tarde traducido al italiano y al alemán como Los mutantes del Kremlin, en el que no ahorraba detalles sobre ninguno de ellos. Incluido el nuevo presidente, Vladimir Putin, a quien, además, acusaba de amordazar a la prensa. El libro se convirtió pronto en un éxito y marcó el inicio de la pesadilla para su autora. Primero, el despido del periódico. Más tarde, la llamada de un supuesto empleado del aeropuerto moscovita Sheremetyevo preguntando por su dirección para entregar un paquete. «Decidí no dársela, y le pregunté desde qué teléfono estaba llamando, pero la comunicación se cortó y nadie volvió a telefonearme…» Unos días después, el 2 de febrero de 2004, un paquete fue depositado en la puerta de su apartamento de Moscú. Era una bomba. Salió ilesa de aquel ataque, que la policía calificó como un mero acto de gamberrismo. Ella siguió en la capital hasta que, el 7 de octubre de 2006, la muerte de Politkóvskaya la puso, de nuevo, en el punto de mira. «Cualquiera que ocupe su lugar asumirá una misión suicida», señaló Tregubova entonces. Sin embargo, ella misma la adoptó al publicar en el diario alemán Die Zeit una carta abierta a Angela Merkel, que iba a entrevistarse con Putin el día 12. La tituló, explícitamente, El silencio es complicidad, y en ella urgía a la canciller a presionar a Putin para que finalizasen los asesinatos políticos y reinstaurase la libertad de expresión.

Tras su publicación, Tregubova se ha visto envuelta en una de las tramas más turbias que se han visto en Occidente desde la Guerra Fría: el caso Litvinenko. Aquel mismo octubre pidió protección a Boris Berezovsky, el magnate ruso exiliado en Londres, y el 1 de noviembre, el día en que Litvinenko fue envenenado, recibió una llamada de Andrei Lugovoi, el supuesto asesino del ex espía…y el hombre al que Berezovsky había pedido que la protegiera. Lugovoi acusa ahora a Berezovsky de estar detrás de los asesinatos de Potilkóvskaya y Litvinenko, y señala a Tregubova como la siguiente víctima. Sea como fuere, la periodista sigue enfocando sus críticas contra Putin. «A los que estamos fuera de nuestro país, nos está diciendo: ‘Si pensáis que sois libres de criticar a Rusia desde la seguridad de Europa occidental, no es así. Podemos golpearos dondequiera que estéis’», explicaba recientemente en el periódico británico The Guardian. Y, sin embargo, tal vez por eso mismo, afirmaba a renglón seguido: «No voy a mantenerme en silencio, porque, si lo hago, me matarán silenciosamente».

Publicado en YO DONA, el 15 de septiembre de 2007

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EL CEMENTERIO ESPACIAL

Satélites fuera de uso, herramientas, restos de pintura, reactores atómicos… Desde que, en 1957, partió el primer satélite artificial, el hombre no ha dejado de abandonar sus desechos en el espacio. Tantos, que ya han convertido las órbitas terrestres más importantes en cementerios plagados de ‘cadáveres’ metálicos.

Antes de nacer, la Estación Espacial Internacional (ISS) estuvo a punto de morir. En 1999, el sueño de la astronáutica mundial, fruto de la colaboración entre 15 países, entre ellos las máximas potencias de la exploración espacial, pudo perderse en el espacio. Durante más de hora y media la nave vagó sin ningún control, impasible a las órdenes que, desde la Tierra, intentaban desviar los dos módulos que entonces formaban la denominada estación Alfa de la ruta de un antiguo cohete ruso abandonado en el espacio cuya fuerza pudo hacerla desaparecer. Y con ella, los esfuerzos de los científicos de EEUU, Rusia, China y Europa que participaban en el proyecto.
Finalmente, y tras una semana de tensión en la que rusos y estadounidenses no dejaron de achacarse mutuamente la responsabilidad del ataque, la ISS se salvó. Fue casi un milagro. Aunque su ordenador no aceptó las órdenes que, lanzadas desde Moscú y Houston, intentaban evitar la colisión, la fortuna hizo que nada ocurriera: el cohete pasó a unos siete kilómetros, no a los 900 metros en que lo situaban las primeras estimaciones. No corrió la misma suerte uno de los paneles solares que alimentaban al Hubble, perforado en 1997 por un impacto, o el francés CERISE, que empezó a dar tumbos por el espacio tras topar con un fragmento del Arianne. Tampoco el satélite soviético Cosmos 1275, que explotó en 1981. Aunque no se puede asegurar la causa de este último siniestro, los expertos tienen un sospechoso claro: la basura espacial.

Un desguace en el espacio
Desde que, el 4 de septiembre de 1957, el Sputnik se convirtió en el primer satélite artificial, la humanidad no ha dejado de abandonar su basura en la atmósfera terrestre. Salvo que se encuentre en órbitas muy bajas, desde donde cae y se desintegra a su paso por la atmósfera, puede permanecer allí cientos, miles y hasta millones de años. El firmamento, mientras tanto, está plagado de tuercas, tornillos, restos de pintura, herramientas, fragmentos de cohetes y naves fuera de uso. Son tantos que amenazan con hacer inútiles las órbitas terrestres más transitadas por los aparatos creados por el hombre: la LEO (Low Earth Orbit), a unos 2.000 km. sobre la superficie terrestre, y la GEO (Geostationary Earth orbit), a unos 36.000 km. de altura. Se trata de un campo de desguace de proporciones gigantescas: los cerca de 5.000 lanzamientos que se han realizado desde aquella primera aventura espacial del hombre han dado lugar a unos 8.300 objetos con diámetros superiores a 10 cm que flotan sobre nuestras cabezas. Son el sueño de cualquier chatarrero: constituyen unas 4.500 toneladas de metal, a las que hay que sumar los más de 100.000 fragmentos con un diámetro de entre 1 y 10 cm y los billones de partículas aún menores que pueblan la órbita terrestre. Estas cifras muestran el peso de un problema que, aunque todavía no es crítico, puede llegar a serlo pronto. El ser humano está colocando con su carrera espacial los barrotes de una férrea cárcel planetaria de la que tal vez un día no pueda escapar.
Sólo un 6% de los objetos que circulan alrededor de la Tierra son útiles. El resto lo constituyen desechos abandonados: satélites fuera de servicio, cadáveres metálicos que dan vueltas sobre la Tierra (una quinta parte); fases de naves que quedaron abandonados por la puesta en órbita de un satélite, como partes de los cohetes lanzadores (una sexta parte); piezas de maquinaria utilizadas en las operaciones (12%); fragmentos procedentes de la explosión de aparatos (de la que sólo un 30% es voluntaria), que representan un 40%, y, por último, los detritus de las colisiones incontroladas con estos fragmentos. Todos ellos se interponen en el camino de las naves que exploran y explorarán en el futuro el firmamento, algo más que preocupante en una época en la que ya se habla de popularizar el turismo espacial y construir colonias planetarias, y también obstaculizan el tránsito por las regiones de altitud más útiles en la actualidad, la LEO y en GEO . La densidad máxima en ambas es comparable, aunque el flujo de cadáveres en LEO es mayor por el menor volumen de esta órbita y por la mayor velocidad que alcanzan los objetos en ella.
Ninguna está todavía saturada, pero el riesgo de choque es ya considerable. Los objetos en LEO tienen, como promedio, una velocidad de 10 km/s, lo que los transforma en verdaderos proyectiles. Basta pensar que una bala de fusil viaja a una velocidad de tan sólo 0,8 km/s. Un objeto pequeño, de 80 gramos de peso, tendría una energía de impacto equivalente a una explosión de un kilogramo de TNT, suficiente para destruir un satélite de 500 kilos. Y una partícula de un milímetro puede perforar el traje de un astronauta. Como comenta Manuel Bautista Aranda en su libro En las puertas del cielo: “Cualquier satélite que se lance tiene que circular en un espacio en el que se ha sembrado el equivalente a 100.000 minas antipersonales”.

Atención: tráfico denso
Por si fuera poco, la basura crece de forma exponencial. Los expertos alertan del peligro del efecto cascada: el choque o la explosión de un satélite provoca la liberación de cientos de fragmentos, que a su vez chocan dando lugar a más basura y a más proyectiles que crearán, sucesivamente, más basura. La alerta será máxima cuando el número de las explosiones supere al de reentradas dentro de la atmósfera. De no disminuir el ritmo de crecimiento de objetos, esta cascada de detritus se generalizará en LEO en 10 ó 15 años.
En la actualidad, los inconvenientes de la contaminación espacial son ya reales. Obligan a proteger a los satélites con pantallas, lo que aumenta su peso y su coste, y, por si fuera poco, sólo son válidas para los desechos menores de un centímetro. Con los que superan este tamaño, sólo hay una estrategia posible: huir mediante maniobras de evasión. Esto requiere dotarlos de un sistema propio de propulsión que les permita eludir el choque, algo que poseen todas las naves tripuladas, pero no siempre el resto. El primer trasnsbordador espacial que tuvo que realizar uno de estos cambios de trayectoria fue el Discovery, en 1991. No ha sido el único.
El mayor riesgo proviene de los objetos de 1 a 10 cm, ya que se conocen bien las órbitas de los objetos más grandes, y las de los pequeños se pueden minimizar con pantallas y otros medios de protección. Pero, además, existe un peligro añadido: la caída incontrolada de estos monstruos a la Tierra, ya que el hecho de que se desintegren en la atmósfera depende de muchas variables (materiales, tamaño…). Al llegar a tierra, la contaminación espacial puede envenenar también el planeta, de forma química o radiológica. Se calcula que 62 fragmentos han llegado a la corteza terrestre desde 1958. Sucedió, por ejemplo, con los restos de la estación soviética Saliut 7, que cayeron en Argentina en 1991. Es aún más peligroso cuando transportan material radioactivo: existen 1.300 kg. en órbita, y aunque ya no se envían reactores de este tipo, el peligro de caída continúa. Ocurrió en 1978, con el satélite Kosmos 954, que se estrelló en Canadá. Contenía 30 kg de uranio enriquecido.
La basura es uno de los problemas más graves a los que se enfrenta la Estación Espacial Internacional. Los ingenieros han tenido que devanarse los sesos para proteger una estructura que por su tamaño —108 por 74 metros— y su tiempo de estancia en el espacio —más de una década— chocará a buen seguro con miles de partículas. Por eso, las diferentes agencias espaciales están intentando buscar soluciones. El primer sistema de limpieza de la basura espacial es la propia atmósfera, aunque no es eficaz en alturas mayores a los 1.000 km, en las que su densidad es muy reducida.

Mejor prevenir…  que limpiar
Limpiar la basura del espacio es bastante más complicado que hacerlo en casa. Ha habido algunas propuestas, pero parecen irrealizables, sobre todo por sus costes. El proyecto alemán Teresa, por ejemplo, pretendía recoger los objetos grandes mediante un vehículo espacial —una especie de camión de la basura— que se enlazaría con un cable a cada trozo de chatarra. Su objetivo sería colocarlo en una órbita baja para que se destruyera al entrar en la atmósfera, mientras Teresa ascendería en busca de otro resto. El proyecto Orión de la NASA fue otra de las soluciones esbozadas: un láser de alta intensidad, instalado en la superficie terrestre, ‘limpiaría’ las órbitas. El láser debería incidir en los objetos en órbita produciendo un pequeño cambio en su velocidad, como si se les acoplase un pequeño motor, hasta hacerlos entrar en la atmósfera terrestre. Ambas propuestas son caras, complejas y de discutible viabilidad técnica, por lo que, por ahora, las iniciativas se concentran únicamente en la observación y control de los desechos ya existentes y la no proliferación de más residuos. En este sentido se pronunció el informe técnico que, en 1999, elaboró el Subcomité Técnico de la ONU para el Uso Pacífico del Espacio Exterior, que reclamó, sobre todo «una mayor atención por parte de los estados miembros al problema de colisión de objetos espaciales», y dictó una serie de recomendaciones como evitar la basura generada por las operaciones normales, como la de que se minimice el riesgo de explosiones accidentales (mediante el vaciado de los depósitos de combustible) y se eviten las voluntarias, o el de que se mitiguen las pérdidas de objetos. La relevancia del problema ha motivado también la creación de una asociación de agencias nacionales, la IADC (Space Debris Coordination Comitee), que aglutina a la ESA europea, la RSA rusa, el British National Space Centre, la NASA, el CNES francés y las agencias japonesa, India y China.
La observación, a la que desde hace un año se ha sumado el Instituto Astrofísico de Canarias, se lleva a cabo por dos medios básicos: los radares, útiles en LEO, y medios ópticos, válidos para GEO, entre los que se encuentra la OGS (Optical Ground Station) del Observatorio del Teide en el Instituto Astrofísico de Canarias. La excepcional limpieza del cielo de las islas y la tecnología empleada en la OGS han permitido ya catalogar parte de la basura presente en GEO, y abordarán ahora la que pueblan GTO (órbita de transferencia). Pero aún quedan muchos restos que escapan a los sistemas de vigilancia terrestre. Para conocer sus dimensiones, se ha llegado incluso a enviar naves con la única misión de chocar contra la basura, para luego recuperarlas y analizadas en Tierra. Es el caso de la LDEF (Instalación Expuesta de Larga Duración), de la NASA, que permaneció en el espacio desde 1984 a 1990. El posterior análisis químico de su superficie, plagada, por supuesto, de cráteres, permite determinar si el atacante ha sido un meteorito o un resto de basura, aunque no siempre. La alta velocidad del choque y la vaporización de las partículas implicadas dificultan el estudio del origen.
Sólo el conocimiento pormenorizado y actualizado de la basura permitirá evitar futuros contratiempos, y sólo si las misiones espaciales presentes y futuras dejan de contaminar el firmamento, se podrá evitar algo que el científico y escritor Arthur C. Clark predijo hace tiempo: un mundo rodeado enteramente por pequeñas naves flotando a su alrededor. La solución, a falta de basureros espaciales, pasa por distanciar las naves muertas de las órbitas más pobladas, o bien provocando su caída controlada, en el caso de las que se encuentren en órbitas bajas, o bien reservando algo de combustible para que, antes de morir definitivamente, los objetos situados a mayor altura suban hasta órbitas inútiles, las llamadas órbitas cementerio.

Publicado en CIENCIADIGITAL.ES, en 2002

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