«Salimos a la 1.30. HabÃamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión. Yo memoricé el nombre de varias calles por si tenÃamos que salir corriendo y en la huida tenÃamos que separamos. Quedamos en que yo me abalanzarÃa por detrás mientras él le debilitaba con el cuchillo de grandes dimensiones. Se suponÃa que yo era quien debÃa cortarle el cuello. Yo serÃa quien matara a la primera vÃctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible, pero sà saludable), a un viejo o a un niño. Llegamos al parque en el que se debÃa cometer el crimen, no habÃa absolutamente nadie. Sólo pasaron tres chicos, me pareció demasiado peligroso empezar por ellos. Decidimos hacer una ronda buscando a nuevas posibles vÃctimas. En la calle Cuevas de Almanzora vimos a una morena que podÃa haber sido nuestra primera vÃctima. Pero se metió enseguida en un coche. Nos lamentamos mucho de no cogerla. Nos dejó con el agua en la boca.
»La segunda vÃctima era una jovencita de muy buen ver, pero su novio la acompañaba en un repugnante coche y la dejó allÃ. Fuimos tras ella, pero se metió en un callejón, se cerró la puerta tras su nuca. Después me pasó un tÃo a 10 centÃmetros. Si hubiese sido una mujer, ya estarÃa muerta. Pero a la hora que era la vÃctima sólo podÃa ser una mujer. Después fuimos a beber agua a una fuente de la calle de Becares. En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una vÃctima casi perfecta. TenÃa cara de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman. Pero era un tÃo. Nos sentamos junto a él. Aquà la historia se tornó casi irreal. El tÃo comenzó a hablar con nosotros alegremente. Nos contó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de andar por casa. Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a matarle. Llegó un búho y el tÃo se fue en él. [ … ].
»Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manÃa de acompañar a las mujeres a sus casas!).
»SerÃan las cuatro y cuarto, a esa hora se abrÃa la veda de los hombres. Mi compañero propuso coger un taxi, atracarle y degollarle. Rehusé el plan. [ … ]. Vi a un tÃo andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada.
» [ …]. El plan era que sacarÃamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracarÃamos y le pedirÃamos que nos ofreciera el cuello (no tan directamente, claro). En ese momento, yo le meterÃa el cuchillo en la garganta y mi compañero en el costado. La vÃctima llevaba zapatos cutres, y unos calcetines ridÃculos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecÃa golpearla, y una papeleta imaginaria que decÃa: ‘Quiero morir’. Si hubiese sido a la 1.30, no le habrÃa pasado nada, pero ¡asà es la vida! Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos. Él se asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero le miraba y de vez en cuando le sonreÃa (je, je, je). Le dijimos que le Ãbamos a registrar. “¿Le importa poner las manos en la espalda?â€, le dije yo. Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podÃa ver bien el cuello.
»Me agaché para cachearle en una pésima actuación de chorizo vulgar. Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hijos de puta. Yo vi que sólo le habÃa abierto una brecha. Mi compañero ya habÃa empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir “no, no†una y otra vez. Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrà tras él y pude agarrarle. Le cogà por detrás e intenté seguir degollándole. Oà el desgarro de uno mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos. “TÃralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de autobús. Allà podrÃamos matarle a gustoâ€, dijo mi compañero. Al oÃr esto, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caà por el terraplén. Quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya habÃa bajado el terraplén y le seguÃa dando puñaladas. Le cogà por detrás para inmovilizarle y asà mi compañero podÃa darle más puñaladas. Asà lo hice. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: “Joputas, no, no, no me matéisâ€.Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni morÃa ni se debilitaba, lo que me cabreaba bastante. [ … ]. Mi compañero ya se habÃa cansado de apuñalarle al azar. Encontré el cuchillo (hummm, me parece que me he colado; no perdà mi cuchillo porque, si no, no habrÃa podido hacer todo lo que voy a decir ahora). Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la pelÃcula Hellraiser, cuando los cenobitas de la pelÃcula deseaban que alguien no gritara le metÃan los dedos en la boca. Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metà el dedo en el ojo. [ … ]. SeguÃa vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me importó lo más mÃnimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota. […]. Vi una porquerÃa blanquecina saliendo del abdomen, y me dije: “Cómo me pasoâ€. [ …]. Le dije a mi compañero que le cortara la cabeza, lo hizo y escuché un ‘ñiqui, ñiqui’ [ …]. A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera vÃctima. SonreÃmos y nos dimos la mano [ … ]. A mitad de camino recordé que en el forcejeo se me habÃa caÃdo el reloj. Volvimos a la escena del crimen (el animal siempre vuelve), pero no lo encontramos. Llegamos a casa a las cinco y cuarto, nos lavamos y tiramos la ropa. Me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental […]. Eso me daba esperanza para cometer nuevos crÃmenes. Al dÃa siguiente reparé en las posibilidades de que nos pillase la policÃa. El reloj, el trozo de guante, estaban en contra. Mi punto débil era también que él me habÃa dejado lleno de heridas. Le conté todo a un futuro ayudante de ideales parecidos, pero con menos sangre frÃa que yo. No salió información en los noticiarios, pero sà en la prensa, El PaÃs, concretamente. DecÃa que le habÃan dado seis puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). DecÃa también que era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que tenÃa 70 puñaladas (¡qué bestia es la gente!). El crimen habÃa sido sobre la una (¡sopla!, a esa hora estaba yo jugando con un amigo al ordenador. Es mi coartada perfecta). ¡Pobre hombre!, no merecÃa lo que le pasó. Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilidades de que la policÃa me atrape. Si no es asÃ, la próxima vez le tocará a una chica y lo haremos mucho mejor.»[1]
Lo que antecede no es parte de ninguna novela, de ningún cuento macabro y cruel. Es el relato animal, casi sin añadidos, paso a paso, de un crimen. Lo escribió el propio asesino, Javier Rosado, rebosante de orgullo en su bestialidad. La vÃctima, ese pobre hombre que tuvo la desgracia de tener una cara que a Rosado le “apetecÃa golpear†era don (devolvámosle la dignidad que Rosado y su secuaz, Félix MartÃnez, quisieron arrebatarle) Carlos Moreno, un hombre de 52 años, jefe de una contrata de limpieza, casado y con tres hijos. Carlos Moreno tuvo también la mala fortuna de encontrarse, sobre las 4.30 de la madrugada —cuando ya los asesinos habÃan declarado abierta la “veda de los hombres†a falta de una vÃctima mejor— del dÃa 30 de abril de 1994, en la parada de los autobuses 7, 29 y 129 de la calle Bacares, en Madrid, donde le esperaba la muerte.
Según el asesino, habÃa un 30% de probabilidades (“posibilidadesâ€, escribió Rosado, que se creÃa un genio de la literatura… aunque parece que toda su genialidad no le daba para distinguir entre probabilidad y posibilidad) de que le cogieran. Quizá eran incluso menores. De hecho, la policÃa anduvo perdida mucho tiempo. Un empleado de la EMT, la empresa de transportes madrileña, encuentra una mañana cualquiera, en un terraplén del barrio de Manoteras, un cadáver con 20 cuchilladas, el cuerpo de un hombre humilde a quien nadie, que se sepa, podrÃa querer hacer mal. No hay móvil, una pieza clave en la resolución de cualquier crimen, ni pistas concluyentes. HabÃa, sÃ, restos de un guante de látex entre los dedos de su mano derecha, algunos cabellos enganchados a las uñas de la izquierda y un reloj, pero sin ningún hilo del que tirar, aquello no llevaba a ningún sitio. Salvo que alguien cometiera un error. Y sucedió.
***
Javier Rosado (20 años el dÃa de los hechos) y Félix MartÃnez (17) se conocieron en un partido de fútbol. Se reunÃan en casa de Félix, fumaban a veces hachÃs y se enfrascaban en el rol. Según quedó probado en la exposición de hechos de la posterior sentencia, “tenÃan una gran amistad y una relación de dependencia afectiva y cierta simbiosis y de sumisión de Félix respecto de Javier†(“yo soy el sustento de mis compañeros, soy su hombroâ€, dijo este último a los forenses que lo trataron). Javier era el maestro, Félix su discÃpulo aventajado. Les unÃa la afición por el rol, que compartÃan con algunos amigos. En estos juegos, cada participante actúa en un mundo imaginario asumiendo un personaje cuyas caracterÃsticas y habilidades están delimitadas por una ficha. Todo está sometido a los designios del director de orquesta, el ‘máster’ que dicta las leyes y el objetivo de los jugadores, cuya consecución da término a la partida. En la mayorÃa de los casos, todo queda en el tablero; en otros —el llamado ‘rol en vivo’— la pantomima se escenifica en el plano real. En el caso de Rosado y MartÃnez, además, la escenificación dejó de serlo para convertirse en un asesinato espeluznante.
El primero habÃa ideado un juego, Razas, que, basado en una especie de seudofilosofÃa, dividÃa a la humanidad en una compleja red de estirpes a través de unos 40 arquetipos, personajes basados en la violencia, el terror y el odio. Algunos de ellos, los superiores, mataban; otros, los inferiores, los débiles (mujeres, ancianos, niños, ya se sabe su orden de preferencias), merecÃan, a la vista está, ser ejecutados. Como aquel ‘Benito’ que dibujó en una ficha del juego después del crimen y que no era más que una caricatura de Carlos Moreno. Los trazos esbozaban una persona gruesa que llevaba una bolsa, con tres pelos a cada lado de la cabeza. En la carta constaba que era “el maloâ€, de raza “¿blanca?†(él lo ponÃa asÃ, entre interrogantes), con la leyenda “el arte mala suerte: desgraciado†y se añadÃa “para sacrificarloâ€. “Es la pollaâ€, rezaba a un lado. También se indicaba que a ‘Benito’ le faltaban las cuerdas vocales. El detalle no es baladÃ, puesto que a la vÃctima se le encontró una incisión en el cuello producida por Rosado, que “introdujo su mano derecha y luego las dos en la herida del cuello, realizando desgarros en los tejidos, cartÃlagosâ€, según constata también la exposición de los hechos del veredicto final, cuya lectura “produce estremecimiento†(no lo digo yo, que también, sino el Tribunal Supremo, que asà lo dejó escrito al desestimar el recurso presentado por la defensa del asesino contra la agravante de ensañamiento).
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Rosado era el máster de Razas, el amo y señor que dictó la carnicerÃa. Se habÃa sentido tan satisfecho de su primera actuación que quiso repetir. Su mente megalómana ideó una segunda ejecución y quizá barruntaba ya una tercera, porque su objetivo último era sembrar el terror con varios asesinatos y quedar impune. Basta imaginar que se hubieran sucedido cinco o seis muertes de estas caracterÃsticas en Madrid en aquel año, con la policÃa incapaz de dar con el autor, los medios azuzando la psicosis y una ciudad de tres millones de habitantes sumida en el miedo. TodavÃa hoy estarÃamos hablando de aquellos crÃmenes sin explicación, y Rosado, el ególatra, continuarÃa disfrutando de su triunfo.
Sin embargo, la vanidad le pudo. CreÃa que su liderazgo era tal que podÃa ampliar el número de sus seguidores sin ponerse en peligro. Ese fue su error. Les contó sus andanzas a otros tres conocidos, Javier Hugo Ercilla, menor de 18 años, Jacobo Parra y Enrique MartÃnez. Planeaba que juntos salieran a la calle, con guantes y cuchillos, en busca de una nueva vÃctima la madrugada del 5 de junio de 1994, apenas un mes después de la muerte de Moreno. Uno de ellos, Enrique, habÃa aceptado formar parte, según declaró después en el juicio, por miedo: “No estaba yo para llevar la contraria a gente que te cuenta que ha asesinado a alguienâ€. Verdad o no, el caso es que cuando ya lo tenÃan todo preparado se echó atrás y, atosigado por la conciencia de lo que sabÃa y lo que planeaban hacer, fue a contárselo a un sacerdote, como el criminal de Yo confieso, la pelÃcula de Alfred Hitchcock. No hizo falta, sin embargo, poner a prueba el secreto de confesión: el cura convenció al chico de que se lo dijera a sus padres, y después, a la policÃa.
A las 11 de la noche del 4 de junio, los agentes detuvieron a Javier Rosado y a Félix MartÃnez, que volvÃan de comprar un paquete de guantes de látex en un centro comercial. En sus casas se encontraron los cuchillos usados en el primer crimen, material del juego Razas, ropa manchada de sangre y el consabido relato en primera persona de Javier Rosado.
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La locura que lo impregnaba todo en aquel crimen, la determinación desquiciada y la frialdad de Javier Rosado, su actitud, sus diatribas sobre razas y personajes… todo llevaba a pensar, como declaró la policÃa en los primeros momentos de confusión, que aquel delirante asesinato era “obra de psicópatasâ€. Los informes forenses iniciales parecÃan alentar las esperanzas de la familia del principal imputado, que se propusieron desde el primer momento basar su defensa en demostrar que se trataba de un enfermo mental inimputable. Sin embargo, entre los propios expertos habÃa voces discordantes.
Los hijos de Carlos Moreno, la vÃctima, anunciaron que buscarÃan al “más duro e implacable abogado que exista en España, para que se haga justicia con toda durezaâ€. No sé si respondo a semejante perfil, pero ellos acabaron confiando en mà para ejercer de acusación, puesto que, aunque ya tenÃan un letrado, veÃan que este no era capaz de resolver una situación que se complicaba cada vez más en enmarañadas disquisiciones psiquiátricas.
En 1995, a través de un letrado de mi despacho, dos de ellos contactaron conmigo y vinieron a verme. Estaban abrumados: habÃan matado a su padre con un sadismo terrible y siguiendo un plan orquestal diseñado casi en cada puñalada, pero los especialistas en la mente humana, incluidas algunas de las grandes voces de la psiquiatrÃa de este paÃs, aseguraban que Rosado no sabÃa lo que hacÃa cuando cometió el crimen.
Acepté el caso. Es una de las pocas veces en las que he actuado de acusación particular, porque a mà me gusta más la defensa. Pero aquà todo el mundo daba por hecho que el asesino iba a quedar absuelto por falta de responsabilidad penal, porque los expertos afirmaban que no habÃa sido consciente de los hechos, y el gran desafÃo estaba, precisamente, en probar que sà lo fue. Me tentaba lanzar algunas preguntas a los forenses. Por ejemplo, si hubiera habido un policÃa o un testigo cerca de la parada de autobús en que apuñalaron a Carlos Moreno, ¿lo hubiera asesinado igualmente, dado que su enfermedad le impelÃa a ello? Probablemente no, respondo yo. Él era dueño de sus actos y distinguÃa perfectamente, además, el bien del mal.
La batalla en el tribunal, estaba claro, no se librarÃa en cuanto a la autorÃa —pues esta era indudable, entre otras cosas, gracias al reloj, a los restos del guante, a la ‘confesión’ de Enrique MartÃnez (primero ante el párroco y después, ante las autoridades) y al detallado relato firmado por el asesino—, sino en el esquivo terreno de la psiquiatrÃa. ¿Era Javier Rosado un loco al que no se le podÃa atribuir la responsabilidad del asesinato, pues su trastorno lo habÃa abocado a él o, por el contrario, habÃa querido conscientemente planear y ejecutar aquella barbaridad? La pelea serÃa entre forenses. Y doy fe de que, como todas las circunstancias que rodeaban aquel macabro asesinato, fue apasionante.
III Crimen del Rol (II). Un farsante que volvió locos a los psiquiatras
“No simula estar loco. Está locoâ€. Asà de rotundo se mostraba en su dictamen Juan José Carrasco, uno de los psiquiatras forenses que trataron al acusado del Crimen del Rol, mientras la prensa se cebaba en sus desvarÃos. “Cuarenta y siete personas se sentarán mañana en el banquillo de los acusados. Cuarenta y tres son peligrosos personajes de ficción que viven en el cerebro de Javier Rosadoâ€, arrancaba el artÃculo de El Mundo que anunciaba el comienzo del juicio, el 27 de enero de 1997.
Aquel joven “retraÃdo pero normalâ€, como lo calificaban sus compañeros de estudios en la Universidad Complutense de Madrid, el “buen chico†con “buena pinta†al que “no se le conocÃan peleas, ni tenÃa que ver con drogasâ€, aunque era “muy solitario†(esta vez el testimonio era de la portera del inmueble del barrio de ChamartÃn donde vivÃa con su familia), habÃa nacido en San Sebastián, el 9 de diciembre de 1973, hijo de padres profesionales (una enfermera y un empresario), de clase media alta. HabÃa estudiado en un colegio privado y religioso. TenÃa un hermano mayor que, como él, estudiaba QuÃmicas, y le gustaba sentarse en los primeros bancos. También leer —su biblioteca contaba con unos 3.000 volúmenes, muchos de ellos de literatura fantástica, gótica y gore— y, como bien sabe el lector, escribir. Su perro, un pastor alemán, llevaba por nombre Atila.
Hasta aquÃ, todo normal. Algunos de sus amigos señalaban también que, aunque tenÃa una personalidad atractiva, se creÃa superior al resto. A él, la gente le resultaba molesta, según declaró. Bien, eso tampoco es una rareza. Sà lo es que, al ser preguntado por Atila, quizá mofándose en su ‘superioridad’ del resto de los mortales, declarase: “El perro es una magnÃfica persona, cuando lea la prensa ya sabrá a qué me refieroâ€. También que, después del asesinato, escribiese un relato de lo sucedido tan frÃo como el que hizo, sin sombra de arrepentimiento ni atisbo de humanidad. O que asegurase haber nacido a los 14 años, cuando ‘conoció’ a Cal, el arquetipo 32 de Razas, “el dolor, el bendito sufrimientoâ€.
“Aprender a usar el dolor es disfrutarlo como el placerâ€, les dijo a los forenses. “Tengo 43 personalidades diferentes. Tiro el dado y si sale la 26 tengo que actuar como la 26 […]. Voy por los pasillos del laberinto y me encuentro a las personalidades. Me relaciono con unas muy bien, con otras muy mal, con otras no me hablo, otras no quieren hablar conmigo, van a lo suyo, son parte de mi cerebro que van a lo suyo, pero les conviene pactar. A veces oigo una voz… es mi pensamientoâ€, explicó a los doctores. Entre esos 43 personajes habÃa varios capaces de matar, algunos por mero placer, como Lúcer, el número 20, encarnación del mal, e Iada, el 28, el hijo del odio, la nada que quiere la eliminación de todo. HabÃa, al menos, un carácter bueno, el número 1, Iisechiin, “el labrador, la conciencia, el remordimiento, el bien… […], murió en el proceso […]. Mi conciencia se suicidó en COUâ€. Al fin y al cabo, como él mismo sentenció, el arquetipo número 1 era “algo tontoâ€.
***
Aquel individuo era, a todas luces, un asesino despiadado, ‘confeso’ (por mucho que él insistiera en que habÃa escrito su crónica del crimen basándose en las noticias que habÃan aparecido en prensa, allà habÃa detalles que los medios no habÃan recogido) y tal vez loco. Los psiquiatras tenÃan una difÃcil papeleta entre las manos. DebÃan discernir la verdad de la mentira en sus palabras para determinar si padecÃa algún tipo de trastorno mental y, en caso afirmativo, dictaminar si este le impedÃa o no actuar libremente. De ello dependÃa el veredicto.
Salvo en lo concerniente a que Rosado era un sádico muy peligroso que podrÃa volver a matar, no hubo acuerdo entre ellos. Ramón Núñez Parras y Juan José Carrasco Gómez, de la ClÃnica Médico Forense del Ministerio de Justicia e Interior, elaboraron uno de los informes que barajó el juez instructor. [Javier Rosado teme que] “las subpersonalidades más violentas se hagan con su yo y que al salir de prisión vuelva a matarâ€, declararon, añadiendo que, cuando cometió el asesinato, sufrÃa una enajenación que podÃa incluso hacerlo inimputable. PadecÃa, en su opinión, un trastorno de personalidad múltiple, “un cuadro clÃnico, poco conocido y no plenamente aceptado por la psiquiatrÃaâ€. “La subpersonalidad dominante en un momento determinado puede tomar el control absoluto de la conducta de la personaâ€, agregaban.
Para las psicólogas Blanca Vázquez y Susana Esteban, de la ClÃnica Médico Forense de Madrid, en cambio, se trataba de un psicópata con “una personalidad sádica que suele ponerse de manifiesto con conductas crueles, desconsideradas y agresivas dirigidas hacia los demás, siempre que éstos sean subordinados o estén en un estatus inferior al sujeto†(¿les suena? ¿No recuerda a aquella altanerÃa con la que Rosado escribió “es espantoso lo que tarda en morir un idiotaâ€?). AñadÃan estas expertas: “Posee una grandiosa sensación de valÃa o autoestima personal, considerándose más inteligente que los demás. No tiene sentimientos de culpa, ni remordimientos por los efectos de su conducta sobre los otros. Es egocéntrico, insensible y falto de empatÃa, irritable, impaciente y con bajo autodominioâ€. Su psicopatÃa “no afecta, en absoluto, a su manera de entender y obrar. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando lo hace […]. Jamás ha creÃdo ser una de estas razas, las conoce y controla a su voluntad y siempre desde una posición de observadorâ€. Su conclusión era rotunda: Rosado era responsable de sus actos.
A la discordia se sumó una de las voces más reputadas de nuestro paÃs en este terreno: José Antonio GarcÃa Andrade, profesor de psiquiatrÃa forense de la Universidad Complutense de Madrid. “Hay que distinguir los delitos cometidos por el juego y aquellos otros cometidos en el juego. Javier Rosado no comete su delito a causa de su juego, sino precisamente en su juegoâ€, explicaba éste en su informe, también en poder del juez. Por eso el crimen habÃa sido “expresión de su enfermedad mental†y serÃa “totalmente inapropiado tratar de entender que Javier es un psicópataâ€. Andrade llegó más tarde a comparar a Rosado con Newton: asà como Newton compaginaba sus delirios esquizofrénicos con el desarrollo de la Ley de la Gravedad, Rosado los unÃa a sus estudios de QuÃmicas y FÃsica Cuántica, que continuaba en prisión.
***
Sobre estos mimbres habrÃa de sustentarse el juicio. O bien Rosado era, como sostenÃan los pesos pesados de la psiquiatrÃa forense —GarcÃa Andrade, Núñez Parras y Carrasco Gómez, a los que se unÃa Carlos Fernández Junquillo, que lo trató en la cárcel de Valdemoro— un psicótico o acaso un esquizofrénico con personalidad múltiple y trastorno disociativo de la personalidad (es decir, alguien a quien no se podÃa responsabilizar de sus actos) o bien un psicópata, como argumentaban las psicólogas Vázquez y Esteban —más jóvenes que sus colegas pero igualmente contundentes—, que simulaba padecer otros trastornos y que mató, conscientemente, por el placer de matar (es decir, responsable e imputable).
La fiscal se sumó a esta última hipótesis, y pidió 93 años de cárcel para los cuatro acusados —Javier Rosado, Félix MartÃnez (los dos implicados en el primer crimen), Javier Hugo Ercilla y Jacobo Parra Sanz (los acólitos con los que contaban para el segundo)—, que se concretaban en 47 de prisión para Rosado y 34 para MartÃnez, por asesinato, robo (antes de cebarse con él, a la vÃctima le cogieron las 3.000 pesetas que llevaba encima) y conspiración para asesinato (la frustrada segunda ‘cacerÃa’). Nosotros, como acusación particular, reclamábamos para ambos la máxima pena, 30 años, por el asesinato de Carlos Moreno, con todas las agravantes que uno pudiera imaginar, incluyendo premeditación y alevosÃa.
El juicio arrancó con una expectación inusitada. Allà estaban todos los medios nacionales y una buena representación de la prensa extranjera —incluyendo The New York Times y Der Spiegel— buscando nuevos detalles, porque aunque en Estados Unidos sà habÃa ocurrido, en Europa esta era la primera ocasión en que se planteaba desde el punto de vista de la psiquiatrÃa forense la doble personalidad. Nunca se habÃa escuchado en ningún juicio de los celebrados en el continente un diagnóstico semejante. La pregunta era: ¿se convertÃa Rosado por su propia voluntad en uno de los personajes de su juego o estas personalidades se adueñaban de su mente sin que él pudiera controlarlas? La vieja escuela, con Andrade a la cabeza, sostenÃa esto último.
Desde el principio, lo supe: urgÃa desarmar esa teorÃa, olvidar los hechos, que ya estaban probados, y centrarnos en la mente criminal del asesino, que habÃa diseñado y ejecutado un asesinato conscientemente. Por eso, debÃamos encontrar un experto de parte que rubricara la opinión de las psicólogas.
La familia de la vÃctima, sin embargo, habÃa quedado destrozada y sus medios económicos eran más que limitados, porque se sustentaban en el sueldo de Carlos Moreno. Pero, aunque no podÃan pagar el trabajo de un forense, con el tiempo logramos que Luis Caballero, de la Universidad Autónoma de Madrid, nos ayudara a desenmascarar a ese farsante “capaz de volver locos a los propios psiquiatrasâ€, como lo describió un destacado especialista, ajeno al caso, en el periódico El Mundo.
***
En las primeras jornadas de la vista, Félix MartÃnez negó haber participado en el apuñalamiento: “Me quedé paralizado […]. Lo recuerdo todo muy borroso. Tuve una sensación de pánico, miedo, sorpresaâ€. No lo habÃa denunciado después porque “tenÃa miedo de ser la próxima vÃctima de Javier. ¡Está loco!â€. Mientras, éste se acogÃa a su derecho a no declarar contra sà mismo, y guardaba silencio.
Mi estrategia consistÃa en plantear cuestiones que, aunque a primera vista parecÃan irrelevantes respecto a lo que allà se juzgaba, a la larga me permitirÃan demostrar que Rosado no padecÃa antes del crimen ninguno de los sÃntomas que acompañan a la personalidad múltiple o los delirios de la esquizofrenia. Hasta la juez se sorprendió en alguna ocasión: “Tiene algún sentido su pregunta?â€. Efectivamente, semejaban no tenerlo. Indagaban en su vida cotidiana, si se ausentaba de casa durante algunos dÃas sin causa aparente, si tenÃa pérdidas de memoria… porque todo aquello harÃa posible probar, cuando se concediese la palabra a los psiquiatras, que no habÃa actuado movido por su enfermedad mental.
La presidenta de la sala, con buen criterio, decidió que los expertos y peritos expondrÃan sus tesis y luego las debatirÃan entre ellos con preguntas de las partes, en vez de escuchar el testimonio de cada uno por separado. En la tercera sesión del juicio, el tribunal se transformó en un encendido foro cientÃfico. “Los facultativos llegaron a tirarse los trastos a la cabezaâ€, describió la prensa al dÃa siguiente.
Las psicólogas Esteban y Vázquez y nuestro psiquiatra, Luis Caballero, rebatieron con autoridad el dictamen de sus colegas, que representaban a la elite de la psiquiatrÃa española. Caballero los destrozó. Se permitió incluso recomendarles artÃculos y libros recientes sobre el tema, y subrayó que todos los indicios de la supuesta personalidad múltiple de Rosado y también los de su hipotética esquizofrenia habÃan aparecido tras el crimen. Eran, en suma, impostados, como habÃamos demostrado con todas aquellas cuestiones sobre su vida que habÃan sorprendido a la juez y a los testigos. “No presenta ni uno sólo de los sÃntomas caracterÃsticos de la personalidad múltiple (depresión, alcoholismo, cambios de humor, abuso de substancias…). Pensamos que se trata de una persona que mata por matarâ€, explicaron las psicólogas, mientras el doctor Fernández Junquillo, partidario de la postura opuesta, reconocÃa ante mis preguntas que “la esquizofrenia no aparece de un dÃa para otroâ€, como supuestamente habÃa sucedido con Rosado, que antes del juicio no habÃa mostrado signos de delirios o alucinaciones. Además, como recordaron las psicólogas, otro de los acusados, Félix MartÃnez, les habÃa explicado “que tenÃan un plan para, en el caso de que los pillaran, hacerse los amnésicos, y si esto les fallaba, hacerse los locosâ€.
HabÃa contradicciones en la actuación de los propios psiquiatras que sustentaban las tesis de la defensa. Carlos Fernández Junquillo le suministraba a Rosado en prisión un medicamento, denominado Meleril, que en dosis bajas funciona como ansiolÃtico, y sólo en cantidades elevadas tiene alguna utilidad para los brotes psicóticos. ¿Por qué entonces, como bien expuso Caballero, a Rosado se le daban tan sólo 50 milgramos al dÃa, que no servÃan más que para hacerle dormir bien, y no para controlar su teórica esquizofrenia?
***
Sorprendentemente (o no tanto), Javier Rosado, el ególatra, parecÃa más cómodo con nuestros argumentos que con los de su defensa. En su orgullo, creo que preferÃa que se le adjudicase el papel de asesino inteligente y calculador que el de un loco que no sabÃa lo que hacÃa. Asà lo interpretó también el periodista Fernando Mas, en un artÃculo revelador (El Mundo, 30-1-1997) que retrata con detalle su actitud ante la trifulca entre los peritos y que, por su interés a la hora de describir cómo se comportó el asesino durante todo el proceso, reproduzco:
MADRID.- Chupetea su bolÃgrafo negro, se pasa dos dedos por los labios y se recuesta sobre el respaldo de la silla. Habla con el policÃa de la izquierda, con el de la derecha, toma notas en su cuaderno rojo. SonrÃe.
Un ambiente denso, caluroso, envuelve la Sala 0 de la Audiencia Provincial de Madrid. Pese al calor, Javier Rosado, el presunto asesino del rol, lleva puesta una bufanda negra y una parca azul tres cuartos. Vaqueros y un jersey blanco tirando a gris. Zapatillas negras, calcetines blancos con unos adornos celestes. A través de los vidrios anchos de sus gafas de pasta la realidad se ve distorsionada, borrosa.
Tez blanca, manos finas, ojos claros y pequeños, una frente amplia deja paso a un pelo fosco que le cubre hasta la nuca. Garabatos sobre el cuaderno. Toma notas, dibuja. No cesa de mirar a todos los actores de su propio juicio. Ha llegado, incluso, a preguntar por una abogada en concreto, según ha podido saber este periódico.
“Es probableâ€, asegura el psiquiatra Fernández Junquillo, “que ahora mismo esté elaborando un juego de rol con nosotrosâ€. Javier Rosado, con 43 alias a sus espaldas el dÃa del crimen —y hoy con más de 60 personajes en su mente—, sigue tomando notas que podrÃan engrosar su historia.
Tampoco reacciona cuando otro de los médicos cuenta que, ya en la cárcel, le preguntó: “¿Ha tenido alguna idea extrema?†Rosado le respondió que sÃ, que el suicidio. “Cuando le pregunté por qué no lo hizo, me respondió que por su madreâ€. Javier mueve la cabeza, sonrÃe cuando uno de los forenses se refiere a él como “un loco con mucha peligrosidadâ€.
Es como si no compartiera los comentarios de los psiquiatras que se inclinan porque Lúcer, Mara, FaseÃn o Wula —que cualquiera de ellos puede ser Javier— es un esquizofrénico, un psicótico… No está cómodo. Sin embargo, se sumerge en la más absoluta de las ausencias cuando oye cómo dos psicólogas coinciden en señalar que finge, que él controla su mente, que es un psicópata, que sabÃa lo que hacÃa cuando, presuntamente, mató.
Javier Rosado está en el banquillo (una fila de sillas) de los acusados custodiado por dos policÃas. A su izquierda, dos de los acusados de conspirar para ejecutar un segundo crimen. A su derecha, con dos agentes de barrera, Félix, el muchacho acusado de ser el coautor de la muerte.
El ordenador de la Sala 0 se rompe. Un receso obligado. Rosado se levanta, habla con sus amigos de juego y banquillo. Enciende un cigarrillo negro. Estira sus músculos, habla con su abogada. Se reanuda la sesión y pide agua. También Félix, que durante toda la vista se mantiene cabizbajo, que a cada una de las referencias que sobre él se hacen reacciona con un ligero sonrojo.
En un lateral de la Sala 0, la familia de la vÃctima presta atención a todas y cada una de las declaraciones de los psiquiatras, claves para desembrollar el caso. Taciturnos cuando escuchan que el ideólogo del rol Razas es inimputable, que debe ir a un psiquiátrico. Más satisfechos al oÃr que se trata de un psicópata, imputable.
Tres dÃas de testimonios y ni una mala reacción. Ni siquiera cuando ayer escucharon los detalles más escabrosos del caso, los que contiene el informe forense, aquellos que describen cómo los presuntos autores de la muerte de Moreno desgarraron con sus propias manos el cuello de su vÃctima.
“Nos cuesta, pero intentamos mantener el tipo. ¡Claro que acumulamos rabia, pero aquà dentro nos tenemos que contener!â€, explican dos hermanas de Carlos Moreno.
La juez pone fin a la sesión del dÃa. Rosado se levanta y estira sus brazos. Le colocan las esposas. Dos policÃas lo escoltan. “¡Javier!â€. Rosado se da la vuelta. Se detiene. “¿Qué llevas en ese cuaderno? ¿Qué escribes en él?â€. Una ligera sonrisa aflora en su cara. Se muestra como una persona tÃmida, sorprendida. “Todoâ€, responde. “¿Qué es todo?â€. Un policÃa lo invita a encaminarse hacia la salida. “Todo lo que se dice y lo que estoy viendoâ€. Se lo llevan.
***
La vanidad pudo con Rosado, que preferÃa casi declararse culpable a que cuestionasen su inteligencia. Tras dÃas de silencio, garabateando en aquel cuaderno, Rosado tomó la palabra. “No habÃa hablado antes porque no tenÃa información ni pruebas sobre este caso. Ahora es diferente. En este cuaderno no he escrito ningún nuevo juego de rol como ha dicho aquà Junquillo y como bien ha recogido la prensa. Aquà he hecho un relato pormenorizado de todo lo que se ha dicho y ocurrido en este juicio y que me gustarÃa leerâ€. La juez lo interrumpió: “No está usted sentado ahà para hacernos un resumen del juicio, sino para añadir algo nuevo. ¿Tiene algo que decir?â€
En un tono áspero, el acusado explicó que no estaba de acuerdo con ninguno de los diagnósticos presentados por psiquiatras y psicólogos. Ni psicópata ni psicótico. No lo dijo, pero dio a entender que estaba en su sano juicio: “Ninguno de ellos ha encontrado antecedentes o indicios de agresividad ni violencia en mi personalidad. Nunca, ni antes de los hechos, ni en mi vida normal, ni después en la cárcel, he levantado la mano contra nadie y reto aquà mismo a que quien diga lo contrario lo demuestreâ€. “Desde el principio siempre se me ha puesto a mà como un psicópata, mientras que el señor Félix, que tiene tres años menos que yo, es siempre un pobre hombre. Si a los dos se nos acusa del mismo crimen, ¿por qué es sólo a mà al que se le realizan los test psicológicos encaminados a determinar la personalidad del psicópata? ¿Por qué no se le hacen también al señor Félix?â€, interrogó. “Dijeron [los forenses] que habÃa un tipo de heridas realizadas con más entusiasmo, hechas por un gran cuchillo, y otras más pequeñas, hechas con menos fuerza realizadas por un arma más pequeña. Según ellos, el arma grande provocó el 90% de la muerte, y la otra sólo el 10%. Pues el que llevaba el cuchillo pequeño era yo. Es decir, que tenÃa menos ansias de matarâ€, dijo en su defensa.
“En cuanto a mi relato, que algunos han llamado equivocadamente diario, yo puedo asegurarles que suelo escribir muchos de ese estilo. Escribo relatos de terror, de ciencia ficción y de otros tipos. Cuando me pongo a escribir un relato de terror intento que sea lo más terrorÃfico posible, porque de eso se trataâ€.
El murmullo en la sala lo acompañó de nuevo hasta el banquillo. Aparte de su ya conocida prepotencia, su alegato —Rosado quizá no fuera tan listo como pensaba—, habÃa aportado una prueba más en su contra. A pesar de haber mantenido siempre que no habÃa participado en el asesinato y de que habÃa hecho uso de su derecho constitucional a no declarar contra sà mismo, sin embargo, “al darle la última palabra, señaló que quien llevaba el cuchillo pequeño era élâ€, como apuntó atinadamente la magistrada MarÃa del Carmen Compaired Plo en la sentencia.
***
Fue un gran triunfo. Mis tesis habÃan sido aceptadas casi en su totalidad, habÃa conseguido que se echase por tierra el primer supuesto caso de personalidad múltiple que se dirimÃa en toda Europa y, por último, habÃa salido bien librado de mi primer cara a cara con el catedrático Luis RodrÃguez Ramos, abogado de Rosado, a quien considero mi maestro y que fue, además, la persona que me animó a realizar la abogacÃa.
El propio acusado, en su vanidad, se habÃa incriminado, y con nuestra actuación y la de nuestro perito habÃa quedado claro que “tenÃa en el momento de ocurrir los hechos un trastorno de la personalidad —psicopatÃa —, manteniendo sus facultades volitivas e intelectuales intactasâ€, según dictó la sentencia. “No se aprecia ninguna alteración de conciencia ni de la orientación. No hay alteración de la memoria que le impida recordar detalles después del crimen, que es cuando escribe. No hay sospecha de sÃntoma psicótico que afecte al curso del pensamiento. No hay alucinaciones en el relato. No hay referencia de desdoblamiento de personajes. Está escrito en primera persona del singular y relata los hechos de una forma frÃa, impasible. No aparecen elementos psicopatológicos relevantesâ€, resumÃa aquella, refiriéndose al ‘diario’ del acusado. Quedaron pues, desechados los argumentos exculpatorios de la defensa. HabÃa, además, pruebas de su ensañamiento con la vÃctima (recordemos, por ejemplo, el escabroso asunto de las cuerdas vocales). La condena sólo podÃa ser dura: 42 años y dos meses de prisión.
Su compañero de correrÃas, Félix MartÃnez, que contaba con la atenuante de la edad y que tenÃa una relación de “dependencia y simbiosis†con Rosado, se llevó 12 años y 9 meses de reclusión menor. En cuanto a los otros dos acusados, la fiscal ya habÃa retirado los cargos contra Jacobo Parra, y Javier Hugo Ercilla quedó absuelto, puesto que no pudo probarse que tuvieran intención de sumarse a la segunda ‘cacerÃa’ de aquellos cuerdos sanguinarios que quisieron, y casi consiguieron, hacerse pasar por locos. Y volver, de paso, locos a los psiquiatras.
* Este es el primer capÃtulo del libro Memorias de Javier Saavedra, editato por LA ESFERA DE LOS LIBROS (2010) y escrito por la autora del blog a partir de entrevistas con este abogado.
[1] La transcripción del diario de Javier Rosado está tomada de El PaÃs (9-06-1994), que en su publicación eliminó “algunas frases repugnantes con detalles macabrosâ€.
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