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EL CRIMEN DEL ROL. DIARIO DE UN ASESINO*

«Salimos a la 1.30. Habíamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión. Yo memoricé el nombre de varias calles por si teníamos que salir corriendo y en la huida teníamos que separamos. Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él le debilitaba con el cuchillo de grandes dimensiones. Se suponía que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible, pero sí saludable), a un viejo o a un niño. Llegamos al parque en el que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie. Sólo pasaron tres chicos, me pareció demasiado peligroso empezar por ellos. Decidimos hacer una ronda buscando a nuevas posibles víctimas. En la calle Cuevas de Almanzora vimos a una morena que podía haber sido nuestra primera víctima. Pero se metió enseguida en un coche. Nos lamentamos mucho de no cogerla. Nos dejó con el agua en la boca.

»La segunda víctima era una jovencita de muy buen ver, pero su novio la acompañaba en un repugnante coche y la dejó allí. Fuimos tras ella, pero se metió en un callejón, se cerró la puerta tras su nuca. Después me pasó un tío a 10 centímetros. Si hubiese sido una mujer, ya estaría muerta. Pero a la hora que era la víctima sólo podía ser una mujer. Después fuimos a beber agua a una fuente de la calle de Becares. En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta. Tenía cara de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman. Pero era un tío. Nos sentamos junto a él. Aquí la historia se tornó casi irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros alegremente. Nos contó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de andar por casa. Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a matarle. Llegó un búho y el tío se fue en él. [ … ].

»Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!).

»Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres. Mi compañero propuso coger un taxi, atracarle y degollarle. Rehusé el plan. [ … ]. Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada.

» [ …]. El plan era que sacaríamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracaríamos y le pediríamos que nos ofreciera el cuello (no tan directamente, claro). En ese momento, yo le metería el cuchillo en la garganta y mi compañero en el costado. La víctima llevaba zapatos cutres, y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpearla, y una papeleta imaginaria que decía: ‘Quiero morir’. Si hubiese sido a la 1.30, no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida! Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos. Él se asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero le miraba y de vez en cuando le sonreía (je, je, je). Le dijimos que le íbamos a registrar. “¿Le importa poner las manos en la espalda?”, le dije yo. Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podía ver bien el cuello.

»Me agaché para cachearle en una pésima actuación de chorizo vulgar. Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hijos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha. Mi compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir “no, no” una y otra vez. Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le cogí por detrás e intenté seguir degollándole. Oí el desgarro de uno mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos. “Tíralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de autobús. Allí podríamos matarle a gusto”, dijo mi compañero. Al oír esto, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caí por el terraplén. Quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya había bajado el terraplén y le seguía dando puñaladas. Le cogí por detrás para inmovilizarle y así mi compañero podía darle más puñaladas. Así lo hice. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: “Joputas, no, no, no me matéis”.Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni se debilitaba, lo que me cabreaba bastante. [ … ]. Mi compañero ya se había cansado de apuñalarle al azar. Encontré el cuchillo (hummm, me parece que me he colado; no perdí mi cuchillo porque, si no, no habría podido hacer todo lo que voy a decir ahora). Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser, cuando los cenobitas de la película deseaban que alguien no gritara le metían los dedos en la boca. Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí el dedo en el ojo. [ … ]. Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me importó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota. […]. Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen, y me dije: “Cómo me paso”. [ …]. Le dije a mi compañero que le cortara la cabeza, lo hizo y escuché un ‘ñiqui, ñiqui’ [ …]. A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano [ … ]. A mitad de camino recordé que en el forcejeo se me había caído el reloj. Volvimos a la escena del crimen (el animal siempre vuelve), pero no lo encontramos. Llegamos a casa a las cinco y cuarto, nos lavamos y tiramos la ropa. Me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental […]. Eso me daba esperanza para cometer nuevos crímenes. Al día siguiente reparé en las posibilidades de que nos pillase la policía. El reloj, el trozo de guante, estaban en contra. Mi punto débil era también que él me había dejado lleno de heridas. Le conté todo a un futuro ayudante de ideales parecidos, pero con menos sangre fría que yo. No salió información en los noticiarios, pero sí en la prensa, El País, concretamente. Decía que le habían dado seis puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). Decía también que era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que tenía 70 puñaladas (¡qué bestia es la gente!). El crimen había sido sobre la una (¡sopla!, a esa hora estaba yo jugando con un amigo al ordenador. Es mi coartada perfecta). ¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó. Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilidades de que la policía me atrape. Si no es así, la próxima vez le tocará a una chica y lo haremos mucho mejor.»[1]

Lo que antecede no es parte de ninguna novela, de ningún cuento macabro y cruel. Es el relato animal, casi sin añadidos, paso a paso, de un crimen. Lo escribió el propio asesino, Javier Rosado, rebosante de orgullo en su bestialidad. La víctima, ese pobre hombre que tuvo la desgracia de tener una cara que a Rosado le “apetecía golpear” era don (devolvámosle la dignidad que Rosado y su secuaz, Félix Martínez, quisieron arrebatarle) Carlos Moreno, un hombre de 52 años, jefe de una contrata de limpieza, casado y con tres hijos. Carlos Moreno tuvo también la mala fortuna de encontrarse, sobre las 4.30 de la madrugada —cuando ya los asesinos habían declarado abierta la “veda de los hombres” a falta de una víctima mejor— del día 30 de abril de 1994, en la parada de los autobuses 7, 29 y 129 de la calle Bacares, en Madrid, donde le esperaba la muerte.

Según el asesino, había un 30% de probabilidades (“posibilidades”, escribió Rosado, que se creía un genio de la literatura… aunque parece que toda su genialidad no le daba para distinguir entre probabilidad y posibilidad) de que le cogieran. Quizá eran incluso menores. De hecho, la policía anduvo perdida mucho tiempo. Un empleado de la EMT, la empresa de transportes madrileña, encuentra una mañana cualquiera, en un terraplén del barrio de Manoteras, un cadáver con 20 cuchilladas, el cuerpo de un hombre humilde a quien nadie, que se sepa, podría querer hacer mal. No hay móvil, una pieza clave en la resolución de cualquier crimen, ni pistas concluyentes. Había, sí, restos de un guante de látex entre los dedos de su mano derecha, algunos cabellos enganchados a las uñas de la izquierda y un reloj, pero sin ningún hilo del que tirar, aquello no llevaba a ningún sitio. Salvo que alguien cometiera un error. Y sucedió.

***

Javier Rosado (20 años el día de los hechos) y Félix Martínez (17) se conocieron en un partido de fútbol. Se reunían en casa de Félix, fumaban a veces hachís y se enfrascaban en el rol. Según quedó probado en la exposición de hechos de la posterior sentencia, “tenían una gran amistad y una relación de dependencia afectiva y cierta simbiosis y de sumisión de Félix respecto de Javier” (“yo soy el sustento de mis compañeros, soy su hombro”, dijo este último a los forenses que lo trataron). Javier era el maestro, Félix su discípulo aventajado. Les unía la afición por el rol, que compartían con algunos amigos. En estos juegos, cada participante actúa en un mundo imaginario asumiendo un personaje cuyas características y habilidades están delimitadas por una ficha. Todo está sometido a los designios del director de orquesta, el ‘máster’ que dicta las leyes y el objetivo de los jugadores, cuya consecución da término a la partida. En la mayoría de los casos, todo queda en el tablero; en otros —el llamado ‘rol en vivo’— la pantomima se escenifica en el plano real. En el caso de Rosado y Martínez, además, la escenificación dejó de serlo para convertirse en un asesinato espeluznante.

El primero había ideado un juego, Razas, que, basado en una especie de seudofilosofía, dividía a la humanidad en una compleja red de estirpes a través de unos 40 arquetipos, personajes basados en la violencia, el terror y el odio. Algunos de ellos, los superiores, mataban; otros, los inferiores, los débiles (mujeres, ancianos, niños, ya se sabe su orden de preferencias), merecían, a la vista está, ser ejecutados. Como aquel ‘Benito’ que dibujó en una ficha del juego después del crimen y que no era más que una caricatura de Carlos Moreno. Los trazos esbozaban una persona gruesa que llevaba una bolsa, con tres pelos a cada lado de la cabeza. En la carta constaba que era “el malo”, de raza “¿blanca?” (él lo ponía así, entre interrogantes), con la leyenda “el arte mala suerte: desgraciado” y se añadía “para sacrificarlo”. “Es la polla”, rezaba a un lado. También se indicaba que a ‘Benito’ le faltaban las cuerdas vocales. El detalle no es baladí, puesto que a la víctima se le encontró una incisión en el cuello producida por Rosado, que “introdujo su mano derecha y luego las dos en la herida del cuello, realizando desgarros en los tejidos, cartílagos”, según constata también la exposición de los hechos del veredicto final, cuya lectura “produce estremecimiento” (no lo digo yo, que también, sino el Tribunal Supremo, que así lo dejó escrito al desestimar el recurso presentado por la defensa del asesino contra la agravante de ensañamiento).

***

Rosado era el máster de Razas, el amo y señor que dictó la carnicería. Se había sentido tan satisfecho de su primera actuación que quiso repetir. Su mente megalómana ideó una segunda ejecución y quizá barruntaba ya una tercera, porque su objetivo último era sembrar el terror con varios asesinatos y quedar impune. Basta imaginar que se hubieran sucedido cinco o seis muertes de estas características en Madrid en aquel año, con la policía incapaz de dar con el autor, los medios azuzando la psicosis y una ciudad de tres millones de habitantes sumida en el miedo. Todavía hoy estaríamos hablando de aquellos crímenes sin explicación, y Rosado, el ególatra, continuaría disfrutando de su triunfo.

Sin embargo, la vanidad le pudo. Creía que su liderazgo era tal que podía ampliar el número de sus seguidores sin ponerse en peligro. Ese fue su error. Les contó sus andanzas a otros tres conocidos, Javier Hugo Ercilla, menor de 18 años, Jacobo Parra y Enrique Martínez. Planeaba que juntos salieran a la calle, con guantes y cuchillos, en busca de una nueva víctima la madrugada del 5 de junio de 1994, apenas un mes después de la muerte de Moreno. Uno de ellos, Enrique, había aceptado formar parte, según declaró después en el juicio, por miedo: “No estaba yo para llevar la contraria a gente que te cuenta que ha asesinado a alguien”. Verdad o no, el caso es que cuando ya lo tenían todo preparado se echó atrás y, atosigado por la conciencia de lo que sabía y lo que planeaban hacer, fue a contárselo a un sacerdote, como el criminal de Yo confieso, la película de Alfred Hitchcock. No hizo falta, sin embargo, poner a prueba el secreto de confesión: el cura convenció al chico de que se lo dijera a sus padres, y después, a la policía.

A las 11 de la noche del 4 de junio, los agentes detuvieron a Javier Rosado y a Félix Martínez, que volvían de comprar un paquete de guantes de látex en un centro comercial. En sus casas se encontraron los cuchillos usados en el primer crimen, material del juego Razas, ropa manchada de sangre y el consabido relato en primera persona de Javier Rosado.

***

La locura que lo impregnaba todo en aquel crimen, la determinación desquiciada y la frialdad de Javier Rosado, su actitud, sus diatribas sobre razas y personajes… todo llevaba a pensar, como declaró la policía en los primeros momentos de confusión, que aquel delirante asesinato era “obra de psicópatas”. Los informes forenses iniciales parecían alentar las esperanzas de la familia del principal imputado, que se propusieron desde el primer momento basar su defensa en demostrar que se trataba de un enfermo mental inimputable. Sin embargo, entre los propios expertos había voces discordantes.

Los hijos de Carlos Moreno, la víctima, anunciaron que buscarían al “más duro e implacable abogado que exista en España, para que se haga justicia con toda dureza”. No sé si respondo a semejante perfil, pero ellos acabaron confiando en mí para ejercer de acusación, puesto que, aunque ya tenían un letrado, veían que este no era capaz de resolver una situación que se complicaba cada vez más en enmarañadas disquisiciones psiquiátricas.

En 1995, a través de un letrado de mi despacho, dos de ellos contactaron conmigo y vinieron a verme. Estaban abrumados: habían matado a su padre con un sadismo terrible y siguiendo un plan orquestal diseñado casi en cada puñalada, pero los especialistas en la mente humana, incluidas algunas de las grandes voces de la psiquiatría de este país, aseguraban que Rosado no sabía lo que hacía cuando cometió el crimen.

Acepté el caso. Es una de las pocas veces en las que he actuado de acusación particular, porque a mí me gusta más la defensa. Pero aquí todo el mundo daba por hecho que el asesino iba a quedar absuelto por falta de responsabilidad penal, porque los expertos afirmaban que no había sido consciente de los hechos, y el gran desafío estaba, precisamente, en probar que sí lo fue. Me tentaba lanzar algunas preguntas a los forenses. Por ejemplo, si hubiera habido un policía o un testigo cerca de la parada de autobús en que apuñalaron a Carlos Moreno, ¿lo hubiera asesinado igualmente, dado que su enfermedad le impelía a ello? Probablemente no, respondo yo. Él era dueño de sus actos y distinguía perfectamente, además, el bien del mal.

La batalla en el tribunal, estaba claro, no se libraría en cuanto a la autoría —pues esta era indudable, entre otras cosas, gracias al reloj, a los restos del guante, a la ‘confesión’ de Enrique Martínez (primero ante el párroco y después, ante las autoridades) y al detallado relato firmado por el asesino—, sino en el esquivo terreno de la psiquiatría. ¿Era Javier Rosado un loco al que no se le podía atribuir la responsabilidad del asesinato, pues su trastorno lo había abocado a él o, por el contrario, había querido conscientemente planear y ejecutar aquella barbaridad? La pelea sería entre forenses. Y doy fe de que, como todas las circunstancias que rodeaban aquel macabro asesinato, fue apasionante.

III Crimen del Rol (II). Un farsante que volvió locos a los psiquiatras

“No simula estar loco. Está loco”. Así de rotundo se mostraba en su dictamen Juan José Carrasco, uno de los psiquiatras forenses que trataron al acusado del Crimen del Rol, mientras la prensa se cebaba en sus desvaríos. “Cuarenta y siete personas se sentarán mañana en el banquillo de los acusados. Cuarenta y tres son peligrosos personajes de ficción que viven en el cerebro de Javier Rosado”, arrancaba el artículo de El Mundo que anunciaba el comienzo del juicio, el 27 de enero de 1997.

Aquel joven “retraído pero normal”, como lo calificaban sus compañeros de estudios en la Universidad Complutense de Madrid, el “buen chico” con “buena pinta” al que “no se le conocían peleas, ni tenía que ver con drogas”, aunque era “muy solitario” (esta vez el testimonio era de la portera del inmueble del barrio de Chamartín donde vivía con su familia), había nacido en San Sebastián, el 9 de diciembre de 1973, hijo de padres profesionales (una enfermera y un empresario), de clase media alta. Había estudiado en un colegio privado y religioso. Tenía un hermano mayor que, como él, estudiaba Químicas, y le gustaba sentarse en los primeros bancos. También leer —su biblioteca contaba con unos 3.000 volúmenes, muchos de ellos de literatura fantástica, gótica y gore— y, como bien sabe el lector, escribir. Su perro, un pastor alemán, llevaba por nombre Atila.

Hasta aquí, todo normal. Algunos de sus amigos señalaban también que, aunque tenía una personalidad atractiva, se creía superior al resto. A él, la gente le resultaba molesta, según declaró. Bien, eso tampoco es una rareza. Sí lo es que, al ser preguntado por Atila, quizá mofándose en su ‘superioridad’ del resto de los mortales, declarase: “El perro es una magnífica persona, cuando lea la prensa ya sabrá a qué me refiero”. También que, después del asesinato, escribiese un relato de lo sucedido tan frío como el que hizo, sin sombra de arrepentimiento ni atisbo de humanidad. O que asegurase haber nacido a los 14 años, cuando ‘conoció’ a Cal, el arquetipo 32 de Razas, “el dolor, el bendito sufrimiento”.

“Aprender a usar el dolor es disfrutarlo como el placer”, les dijo a los forenses. “Tengo 43 personalidades diferentes. Tiro el dado y si sale la 26 tengo que actuar como la 26 […]. Voy por los pasillos del laberinto y me encuentro a las personalidades. Me relaciono con unas muy bien, con otras muy mal, con otras no me hablo, otras no quieren hablar conmigo, van a lo suyo, son parte de mi cerebro que van a lo suyo, pero les conviene pactar. A veces oigo una voz… es mi pensamiento”, explicó a los doctores. Entre esos 43 personajes había varios capaces de matar, algunos por mero placer, como Lúcer, el número 20, encarnación del mal, e Iada, el 28, el hijo del odio, la nada que quiere la eliminación de todo. Había, al menos, un carácter bueno, el número 1, Iisechiin, “el labrador, la conciencia, el remordimiento, el bien… […], murió en el proceso […]. Mi conciencia se suicidó en COU”. Al fin y al cabo, como él mismo sentenció, el arquetipo número 1 era “algo tonto”.

***

Aquel individuo era, a todas luces, un asesino despiadado, ‘confeso’ (por mucho que él insistiera en que había escrito su crónica del crimen basándose en las noticias que habían aparecido en prensa, allí había detalles que los medios no habían recogido) y tal vez loco. Los psiquiatras tenían una difícil papeleta entre las manos. Debían discernir la verdad de la mentira en sus palabras para determinar si padecía algún tipo de trastorno mental y, en caso afirmativo, dictaminar si este le impedía o no actuar libremente. De ello dependía el veredicto.

Salvo en lo concerniente a que Rosado era un sádico muy peligroso que podría volver a matar, no hubo acuerdo entre ellos. Ramón Núñez Parras y Juan José Carrasco Gómez, de la Clínica Médico Forense del Ministerio de Justicia e Interior, elaboraron uno de los informes que barajó el juez instructor. [Javier Rosado teme que] “las subpersonalidades más violentas se hagan con su yo y que al salir de prisión vuelva a matar”, declararon, añadiendo que, cuando cometió el asesinato, sufría una enajenación que podía incluso hacerlo inimputable. Padecía, en su opinión, un trastorno de personalidad múltiple, “un cuadro clínico, poco conocido y no plenamente aceptado por la psiquiatría”. “La subpersonalidad dominante en un momento determinado puede tomar el control absoluto de la conducta de la persona”, agregaban.

Para las psicólogas Blanca Vázquez y Susana Esteban, de la Clínica Médico Forense de Madrid, en cambio, se trataba de un psicópata con “una personalidad sádica que suele ponerse de manifiesto con conductas crueles, desconsideradas y agresivas dirigidas hacia los demás, siempre que éstos sean subordinados o estén en un estatus inferior al sujeto” (¿les suena? ¿No recuerda a aquella altanería con la que Rosado escribió “es espantoso lo que tarda en morir un idiota”?). Añadían estas expertas: “Posee una grandiosa sensación de valía o autoestima personal, considerándose más inteligente que los demás. No tiene sentimientos de culpa, ni remordimientos por los efectos de su conducta sobre los otros. Es egocéntrico, insensible y falto de empatía, irritable, impaciente y con bajo autodominio”. Su psicopatía “no afecta, en absoluto, a su manera de entender y obrar. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando lo hace […]. Jamás ha creído ser una de estas razas, las conoce y controla a su voluntad y siempre desde una posición de observador”. Su conclusión era rotunda: Rosado era responsable de sus actos.

A la discordia se sumó una de las voces más reputadas de nuestro país en este terreno: José Antonio García Andrade, profesor de psiquiatría forense de la Universidad Complutense de Madrid. “Hay que distinguir los delitos cometidos por el juego y aquellos otros cometidos en el juego. Javier Rosado no comete su delito a causa de su juego, sino precisamente en su juego”, explicaba éste en su informe, también en poder del juez. Por eso el crimen había sido “expresión de su enfermedad mental” y sería “totalmente inapropiado tratar de entender que Javier es un psicópata”. Andrade llegó más tarde a comparar a Rosado con Newton: así como Newton compaginaba sus delirios esquizofrénicos con el desarrollo de la Ley de la Gravedad, Rosado los unía a sus estudios de Químicas y Física Cuántica, que continuaba en prisión.

***

Sobre estos mimbres habría de sustentarse el juicio. O bien Rosado era, como sostenían los pesos pesados de la psiquiatría forense —García Andrade, Núñez Parras y Carrasco Gómez, a los que se unía Carlos Fernández Junquillo, que lo trató en la cárcel de Valdemoro— un psicótico o acaso un esquizofrénico con personalidad múltiple y trastorno disociativo de la personalidad (es decir, alguien a quien no se podía responsabilizar de sus actos) o bien un psicópata, como argumentaban las psicólogas Vázquez y Esteban —más jóvenes que sus colegas pero igualmente contundentes—, que simulaba padecer otros trastornos y que mató, conscientemente, por el placer de matar (es decir, responsable e imputable).

La fiscal se sumó a esta última hipótesis, y pidió 93 años de cárcel para los cuatro acusados —Javier Rosado, Félix Martínez (los dos implicados en el primer crimen), Javier Hugo Ercilla y Jacobo Parra Sanz (los acólitos con los que contaban para el segundo)—, que se concretaban en 47 de prisión para Rosado y 34 para Martínez, por asesinato, robo (antes de cebarse con él, a la víctima le cogieron las 3.000 pesetas que llevaba encima) y conspiración para asesinato (la frustrada segunda ‘cacería’). Nosotros, como acusación particular, reclamábamos para ambos la máxima pena, 30 años, por el asesinato de Carlos Moreno, con todas las agravantes que uno pudiera imaginar, incluyendo premeditación y alevosía.

El juicio arrancó con una expectación inusitada. Allí estaban todos los medios nacionales y una buena representación de la prensa extranjera —incluyendo The New York Times y Der Spiegel— buscando nuevos detalles, porque aunque en Estados Unidos sí había ocurrido, en Europa esta era la primera ocasión en que se planteaba desde el punto de vista de la psiquiatría forense la doble personalidad. Nunca se había escuchado en ningún juicio de los celebrados en el continente un diagnóstico semejante. La pregunta era: ¿se convertía Rosado por su propia voluntad en uno de los personajes de su juego o estas personalidades se adueñaban de su mente sin que él pudiera controlarlas? La vieja escuela, con Andrade a la cabeza, sostenía esto último.

Desde el principio, lo supe: urgía desarmar esa teoría, olvidar los hechos, que ya estaban probados, y centrarnos en la mente criminal del asesino, que había diseñado y ejecutado un asesinato conscientemente. Por eso, debíamos encontrar un experto de parte que rubricara la opinión de las psicólogas.

La familia de la víctima, sin embargo, había quedado destrozada y sus medios económicos eran más que limitados, porque se sustentaban en el sueldo de Carlos Moreno. Pero, aunque no podían pagar el trabajo de un forense, con el tiempo logramos que Luis Caballero, de la Universidad Autónoma de Madrid, nos ayudara a desenmascarar a ese farsante “capaz de volver locos a los propios psiquiatras”, como lo describió un destacado especialista, ajeno al caso, en el periódico El Mundo.

***

En las primeras jornadas de la vista, Félix Martínez negó haber participado en el apuñalamiento: “Me quedé paralizado […]. Lo recuerdo todo muy borroso. Tuve una sensación de pánico, miedo, sorpresa”. No lo había denunciado después porque “tenía miedo de ser la próxima víctima de Javier. ¡Está loco!”. Mientras, éste se acogía a su derecho a no declarar contra sí mismo, y guardaba silencio.

Mi estrategia consistía en plantear cuestiones que, aunque a primera vista parecían irrelevantes respecto a lo que allí se juzgaba, a la larga me permitirían demostrar que Rosado no padecía antes del crimen ninguno de los síntomas que acompañan a la personalidad múltiple o los delirios de la esquizofrenia. Hasta la juez se sorprendió en alguna ocasión: “Tiene algún sentido su pregunta?”. Efectivamente, semejaban no tenerlo. Indagaban en su vida cotidiana, si se ausentaba de casa durante algunos días sin causa aparente, si tenía pérdidas de memoria… porque todo aquello haría posible probar, cuando se concediese la palabra a los psiquiatras, que no había actuado movido por su enfermedad mental.

La presidenta de la sala, con buen criterio, decidió que los expertos y peritos expondrían sus tesis y luego las debatirían entre ellos con preguntas de las partes, en vez de escuchar el testimonio de cada uno por separado. En la tercera sesión del juicio, el tribunal se transformó en un encendido foro científico. “Los facultativos llegaron a tirarse los trastos a la cabeza”, describió la prensa al día siguiente.

Las psicólogas Esteban y Vázquez y nuestro psiquiatra, Luis Caballero, rebatieron con autoridad el dictamen de sus colegas, que representaban a la elite de la psiquiatría española. Caballero los destrozó. Se permitió incluso recomendarles artículos y libros recientes sobre el tema, y subrayó que todos los indicios de la supuesta personalidad múltiple de Rosado y también los de su hipotética esquizofrenia habían aparecido tras el crimen. Eran, en suma, impostados, como habíamos demostrado con todas aquellas cuestiones sobre su vida que habían sorprendido a la juez y a los testigos. “No presenta ni uno sólo de los síntomas característicos de la personalidad múltiple (depresión, alcoholismo, cambios de humor, abuso de substancias…). Pensamos que se trata de una persona que mata por matar”, explicaron las psicólogas, mientras el doctor Fernández Junquillo, partidario de la postura opuesta, reconocía ante mis preguntas que “la esquizofrenia no aparece de un día para otro”, como supuestamente había sucedido con Rosado, que antes del juicio no había mostrado signos de delirios o alucinaciones. Además, como recordaron las psicólogas, otro de los acusados, Félix Martínez, les había explicado “que tenían un plan para, en el caso de que los pillaran, hacerse los amnésicos, y si esto les fallaba, hacerse los locos”.

Había contradicciones en la actuación de los propios psiquiatras que sustentaban las tesis de la defensa. Carlos Fernández Junquillo le suministraba a Rosado en prisión un medicamento, denominado Meleril, que en dosis bajas funciona como ansiolítico, y sólo en cantidades elevadas tiene alguna utilidad para los brotes psicóticos. ¿Por qué entonces, como bien expuso Caballero, a Rosado se le daban tan sólo 50 milgramos al día, que no servían más que para hacerle dormir bien, y no para controlar su teórica esquizofrenia?

***

Sorprendentemente (o no tanto), Javier Rosado, el ególatra, parecía más cómodo con nuestros argumentos que con los de su defensa. En su orgullo, creo que prefería que se le adjudicase el papel de asesino inteligente y calculador que el de un loco que no sabía lo que hacía. Así lo interpretó también el periodista Fernando Mas, en un artículo revelador (El Mundo, 30-1-1997) que retrata con detalle su actitud ante la trifulca entre los peritos y que, por su interés a la hora de describir cómo se comportó el asesino durante todo el proceso, reproduzco:

MADRID.- Chupetea su bolígrafo negro, se pasa dos dedos por los labios y se recuesta sobre el respaldo de la silla. Habla con el policía de la izquierda, con el de la derecha, toma notas en su cuaderno rojo. Sonríe.

Un ambiente denso, caluroso, envuelve la Sala 0 de la Audiencia Provincial de Madrid. Pese al calor, Javier Rosado, el presunto asesino del rol, lleva puesta una bufanda negra y una parca azul tres cuartos. Vaqueros y un jersey blanco tirando a gris. Zapatillas negras, calcetines blancos con unos adornos celestes. A través de los vidrios anchos de sus gafas de pasta la realidad se ve distorsionada, borrosa.

Tez blanca, manos finas, ojos claros y pequeños, una frente amplia deja paso a un pelo fosco que le cubre hasta la nuca. Garabatos sobre el cuaderno. Toma notas, dibuja. No cesa de mirar a todos los actores de su propio juicio. Ha llegado, incluso, a preguntar por una abogada en concreto, según ha podido saber este periódico.

“Es probable”, asegura el psiquiatra Fernández Junquillo, “que ahora mismo esté elaborando un juego de rol con nosotros”. Javier Rosado, con 43 alias a sus espaldas el día del crimen —y hoy con más de 60 personajes en su mente—, sigue tomando notas que podrían engrosar su historia.

Tampoco reacciona cuando otro de los médicos cuenta que, ya en la cárcel, le preguntó: “¿Ha tenido alguna idea extrema?” Rosado le respondió que sí, que el suicidio. “Cuando le pregunté por qué no lo hizo, me respondió que por su madre”. Javier mueve la cabeza, sonríe cuando uno de los forenses se refiere a él como “un loco con mucha peligrosidad”.

Es como si no compartiera los comentarios de los psiquiatras que se inclinan porque Lúcer, Mara, Faseín o Wula —que cualquiera de ellos puede ser Javier— es un esquizofrénico, un psicótico… No está cómodo. Sin embargo, se sumerge en la más absoluta de las ausencias cuando oye cómo dos psicólogas coinciden en señalar que finge, que él controla su mente, que es un psicópata, que sabía lo que hacía cuando, presuntamente, mató.

Javier Rosado está en el banquillo (una fila de sillas) de los acusados custodiado por dos policías. A su izquierda, dos de los acusados de conspirar para ejecutar un segundo crimen. A su derecha, con dos agentes de barrera, Félix, el muchacho acusado de ser el coautor de la muerte.

El ordenador de la Sala 0 se rompe. Un receso obligado. Rosado se levanta, habla con sus amigos de juego y banquillo. Enciende un cigarrillo negro. Estira sus músculos, habla con su abogada. Se reanuda la sesión y pide agua. También Félix, que durante toda la vista se mantiene cabizbajo, que a cada una de las referencias que sobre él se hacen reacciona con un ligero sonrojo.

En un lateral de la Sala 0, la familia de la víctima presta atención a todas y cada una de las declaraciones de los psiquiatras, claves para desembrollar el caso. Taciturnos cuando escuchan que el ideólogo del rol Razas es inimputable, que debe ir a un psiquiátrico. Más satisfechos al oír que se trata de un psicópata, imputable.

Tres días de testimonios y ni una mala reacción. Ni siquiera cuando ayer escucharon los detalles más escabrosos del caso, los que contiene el informe forense, aquellos que describen cómo los presuntos autores de la muerte de Moreno desgarraron con sus propias manos el cuello de su víctima.

“Nos cuesta, pero intentamos mantener el tipo. ¡Claro que acumulamos rabia, pero aquí dentro nos tenemos que contener!”, explican dos hermanas de Carlos Moreno.

La juez pone fin a la sesión del día. Rosado se levanta y estira sus brazos. Le colocan las esposas. Dos policías lo escoltan. “¡Javier!”. Rosado se da la vuelta. Se detiene. “¿Qué llevas en ese cuaderno? ¿Qué escribes en él?”. Una ligera sonrisa aflora en su cara. Se muestra como una persona tímida, sorprendida. “Todo”, responde. “¿Qué es todo?”. Un policía lo invita a encaminarse hacia la salida. “Todo lo que se dice y lo que estoy viendo”. Se lo llevan.

***

La vanidad pudo con Rosado, que prefería casi declararse culpable a que cuestionasen su inteligencia. Tras días de silencio, garabateando en aquel cuaderno, Rosado tomó la palabra. “No había hablado antes porque no tenía información ni pruebas sobre este caso. Ahora es diferente. En este cuaderno no he escrito ningún nuevo juego de rol como ha dicho aquí Junquillo y como bien ha recogido la prensa. Aquí he hecho un relato pormenorizado de todo lo que se ha dicho y ocurrido en este juicio y que me gustaría leer”. La juez lo interrumpió: “No está usted sentado ahí para hacernos un resumen del juicio, sino para añadir algo nuevo. ¿Tiene algo que decir?”

En un tono áspero, el acusado explicó que no estaba de acuerdo con ninguno de los diagnósticos presentados por psiquiatras y psicólogos. Ni psicópata ni psicótico. No lo dijo, pero dio a entender que estaba en su sano juicio: “Ninguno de ellos ha encontrado antecedentes o indicios de agresividad ni violencia en mi personalidad. Nunca, ni antes de los hechos, ni en mi vida normal, ni después en la cárcel, he levantado la mano contra nadie y reto aquí mismo a que quien diga lo contrario lo demuestre”. “Desde el principio siempre se me ha puesto a mí como un psicópata, mientras que el señor Félix, que tiene tres años menos que yo, es siempre un pobre hombre. Si a los dos se nos acusa del mismo crimen, ¿por qué es sólo a mí al que se le realizan los test psicológicos encaminados a determinar la personalidad del psicópata? ¿Por qué no se le hacen también al señor Félix?”, interrogó. “Dijeron [los forenses] que había un tipo de heridas realizadas con más entusiasmo, hechas por un gran cuchillo, y otras más pequeñas, hechas con menos fuerza realizadas por un arma más pequeña. Según ellos, el arma grande provocó el 90% de la muerte, y la otra sólo el 10%. Pues el que llevaba el cuchillo pequeño era yo. Es decir, que tenía menos ansias de matar”, dijo en su defensa.

“En cuanto a mi relato, que algunos han llamado equivocadamente diario, yo puedo asegurarles que suelo escribir muchos de ese estilo. Escribo relatos de terror, de ciencia ficción y de otros tipos. Cuando me pongo a escribir un relato de terror intento que sea lo más terrorífico posible, porque de eso se trata”.

El murmullo en la sala lo acompañó de nuevo hasta el banquillo. Aparte de su ya conocida prepotencia, su alegato —Rosado quizá no fuera tan listo como pensaba—, había aportado una prueba más en su contra. A pesar de haber mantenido siempre que no había participado en el asesinato y de que había hecho uso de su derecho constitucional a no declarar contra sí mismo, sin embargo, “al darle la última palabra, señaló que quien llevaba el cuchillo pequeño era él”, como apuntó atinadamente la magistrada María del Carmen Compaired Plo en la sentencia.

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Fue un gran triunfo. Mis tesis habían sido aceptadas casi en su totalidad, había conseguido que se echase por tierra el primer supuesto caso de personalidad múltiple que se dirimía en toda Europa y, por último, había salido bien librado de mi primer cara a cara con el catedrático Luis Rodríguez Ramos, abogado de Rosado, a quien considero mi maestro y que fue, además, la persona que me animó a realizar la abogacía.

El propio acusado, en su vanidad, se había incriminado, y con nuestra actuación y la de nuestro perito había quedado claro que “tenía en el momento de ocurrir los hechos un trastorno de la personalidad —psicopatía —, manteniendo sus facultades volitivas e intelectuales intactas”, según dictó la sentencia. “No se aprecia ninguna alteración de conciencia ni de la orientación. No hay alteración de la memoria que le impida recordar detalles después del crimen, que es cuando escribe. No hay sospecha de síntoma psicótico que afecte al curso del pensamiento. No hay alucinaciones en el relato. No hay referencia de desdoblamiento de personajes. Está escrito en primera persona del singular y relata los hechos de una forma fría, impasible. No aparecen elementos psicopatológicos relevantes”, resumía aquella, refiriéndose al ‘diario’ del acusado. Quedaron pues, desechados los argumentos exculpatorios de la defensa. Había, además, pruebas de su ensañamiento con la víctima (recordemos, por ejemplo, el escabroso asunto de las cuerdas vocales). La condena sólo podía ser dura: 42 años y dos meses de prisión.

Su compañero de correrías, Félix Martínez, que contaba con la atenuante de la edad y que tenía una relación de “dependencia y simbiosis” con Rosado, se llevó 12 años y 9 meses de reclusión menor. En cuanto a los otros dos acusados, la fiscal ya había retirado los cargos contra Jacobo Parra, y Javier Hugo Ercilla quedó absuelto, puesto que no pudo probarse que tuvieran intención de sumarse a la segunda ‘cacería’ de aquellos cuerdos sanguinarios que quisieron, y casi consiguieron, hacerse pasar por locos. Y volver, de paso, locos a los psiquiatras.

* Este es el primer capítulo del libro Memorias de Javier Saavedra, editato por LA ESFERA DE LOS LIBROS (2010) y escrito por la autora del blog a partir de entrevistas con este abogado.


[1] La transcripción del diario de Javier Rosado está tomada de El País (9-06-1994), que en su publicación eliminó “algunas frases repugnantes con detalles macabros”.

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