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“Prefiero pasar seis meses en la cárcel que tres en un CIE. Allí hay más libertad”

Personas detenidas que cambian de abogado ante la Policía y distintos jueces. Que a veces no conocen sus expedientes legales. Que no siempre tienen intérprete con el que entender o hacerse entender. Que se encuentran perdidas en un laberinto competencial en el que pueden llegar a intervenir hasta cinco juzgados. Personas muchas veces sin delito penal alguno que están encerradas en sitios que no son cárceles, pero tienen celdas de aislamiento y están custodiadas por la Policía. Que no siempre pueden comunicarse con los suyos. Y que, a veces, reciben la orden de recoger sus cosas para subir a un avión. Kafka escribió El proceso a comienzos del siglo XX, pero hoy, en este comienzo del XXI, en España, se dan situaciones que recuerdan sus palabras. Sucede en los Centros de Internamiento de Extranjeros, los CIE, hoy ocho “establecimientos públicos no penitenciarios” donde se priva de libertad a personas extranjeras por una falta administrativa: por encontrarse, en la mayoría de los casos, en situación irregular.

Vienen de las costas, de Ceuta o Melilla (23%) o han pasado ya tiempo en España (el 43% lleva más de siete años aquí, muchos con permisos previos de trabajo y residencia). El internamiento es una medida cautelar (60 días como máximo) y excepcional que debe ser “el último recurso” para garantizar su expulsión (hay otros, como la retirada del pasaporte o la obligación de presentarse en comisaría), según el marco legal, muy garantista, que rige en nuestro país. Lo que sucede, según la ONG Pueblos Unidos, que acaba de presentar su informe sobre los CIE 2013 (bajo el título de Criminalizados, internados, expulsados) es que su aplicación dista de serlo.

La presentación de este informe, basado en la experiencia de esta organización jesuita de más de 1.200 visitas en 2013 al CIE de Madrid y otras muchas al de Barcelona, da para muchos titulares y muchos reportajes. “Se sigue pidiendo identificación en la calle sólo por el perfil racial”. “Se abusa del internamiento, y se está usando de forma arbitraria”. “Pedimos el control de la realidad policial y judicial del internamiento. Se debería identificar a quienes tendrían derecho a protección internacional como menores, refugiados o víctimas de la trata, pero esas personas pasan en 72 horas del calabozo al CIE, hay autos colectivos de internamiento, no se les da información sobre la posibilidad de asilo, y no se valora cada caso como marca la ley”. “Las ONG no tenemos acceso a información de los internos, aun con su permiso”. “Muchos tienen un gran arraigo en nuestro país, un 10% tiene hijos menores españoles a su cargo (otro tanto, no españoles) y entre un 44% (en Barcelona) y un 55% (Madrid) carece de antecedentes penales”. “La gran pregunta es quién hay en los CIE y por qué. Estamos alarmados con el discurso del Gobierno que criminaliza a estas personas, que da a entender que se expulsa a delincuentes, que basa estos centros no en una política migratoria, sino de seguridad”.

Respecto a las condiciones dentro de los CIE, otra avalancha: “Podemos decir que las condicionesatentan contra los derechos de las personas internadas”. “Tienen dificultad para acceder a sus expedientes legales, y están en una situación de incomunicación hacia el exterior, sin ordenador, sin móvil, sin internet, sin acceso al email. No conocen muchas veces ni el nombre de sus abogados”. “Cuando el Estado priva a alguien de libertad se convierte en garante de su salud, pero esto no es así en los CIE. Hay insuficientes reconocimientos médicos, una mala valoración de su salud, no hay enfermería para determinados cuadros, no hay traductores, se les atiende tras una raya en el suelo”. “No son extrañas las quejas por conductas racistas o xenófobas por parte de los policías que los vigilan, situaciones aisladas que el corporativismo impide que se investiguen”. “Es fácil entender su angustia. A veces, las menos, se atreven a poner una queja. Otras, ingieren pilas o detergente. Hay gritos, intentos de suicidio, huelgas de hambre”.

Otras instancias, como el Defensor del Pueblo o la propia Fiscalía han reclamado mejoras en la administración de los CIE. Mientras, el Gobierno acaba de aprobar un reglamento que rige estos centros, lo que significa “un avance, porque limita la arbitrariedad, pero puede quedar en papel mojado”, según Pueblos Unidos. En cuanto a los datos, delatan que no siempre, ni mucho menos, el internamiento garantiza el fin que lo justifica, la expulsión: de las 11.325 personas que en 2012 (últimos datos recogidos en la Memoria de la Fiscalía) ingresaron en un CIE en España, 5.924 fueron expulsados del país, un 52,3%. El coste de estos centros, en 2011 (sin los sueldos policiales), fue de 8.300.000 euros. Pero el precio no sólo se mide en euros: “El coste humano del internamiento es demasiado alto”, recalca el citado informe. He aquí la letra de algunos de esos “costes humanos”, siempre según el relato de sus protagonistas:

“Mi hijo volvió del colegio y se encontró solo”. Patricia (Nigeria, 32 años) salió de Lagos en 2001. Su hijo, hoy de 10 años, nació en Marruecos. Cuando cumplió dos, después de pasar cuatro días en la playa esperando la patera, llegaron a España. Viven en Madrid, donde él está escolarizado. En noviembre de 2010, a Patricia le pidieron los papeles en la Gran Vía. La internaron. Aquel día, su hijo volvió a casa y se encontró solo. Así estuvo hasta que ella contactó con Pueblos Unidos y se hizo cargo del menor la dueña de su piso de alquiler. “Yo le preguntaba al policía: ‘¿Puedo mandar a alguien a por mi hijo?’. Y él: ‘No se puede’. Yo tengo miedo”. Lo cuenta Patricia en un castellano frágil, pero que se hace entender: “Del 1 al 16 de diciembre yo no sabe nada de él, si está mal, si está bien”. Patricia fue puesta en libertad: “Cuando me preguntó: ‘¿Cómo vienes con la Policía?’, le dije: ‘He estado trabajando con ellos'”.

“Nos hablan mal, como a delincuentes”. Imina (Ghana, 21 años) era menor (16 años) cuando llegó a España oculto en un barco que había partido 14 días antes de Costa de Marfil. Estuvo en Galicia, en Bilbao, en centros católicos, estudió durante años el oficio de operador de máquinas (“hago roscas, arandelas”) y en Cantabria, donde colaboraba (y colabora) dando talleres de manualidades y malabares a niños (españoles) a través de Cáritas. No había podido renovar la documentación que tenía siendo menor, y un día que salió a por material para los cursos, lo detuvieron. Le comunicaron la orden de expulsión y le dijeron que tendría que presentarse periódicamente en comisaría: “Fui a firmar un mes, el segundo… y al tercero me llevaron a Madrid”, cuenta. Al CIE. “Estuve siete días. El juez dijo que yo no tenía que estar ahí. Que no sabía por qué estaba ahí”. Hoy, tiene permiso de residencia por cinco años, y es el único de los entrevistados que se atreve a dar su nombre real. “En el CIE nos tratan como animales. Hay policías majísimos y otros que ni te miran a la cara. No te dejan en paz. Te meten miedos. Y la gente ahí dentro no entiende nada”.

“Prefiero la cárcel”. Ibra (34 años, Senegal) ha pasado tres años de los casi seis que lleva en España en la cárcel. Le condenaron como patrón de la patera que le llevó de Mauritania a Las Palmas. “Es mejor decir la verdad. Era el capitán, eso es correcto. Pero porque yo era marinero, y me lo pidieron porque es muy peligroso estar en el mar con alguien que no sabe”. Cumplida su condena, salió libre, y pensaba que también se había cancelado su orden de expulsión. No era así. Llevaba dos años viviendo en un pequeño pueblo de Castilla y León, en casa de un señor que se la deja y con la promesa de un contrato por parte de otro, a quien a veces cuida los caballos (y que pagó su abogado), cuando lo detuvieron el 18 de enero. A la vista de su internamiento acudieron a testificar en su favor el capellán de prisión, el alcalde y varios vecinos del pueblo, y ante la posibilidad de que fuera expulsado en un multitudinario vuelo a Senegal en febrero, intercedió por él el arzobispo de Valladolid, hoy presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Blázquez. Finalmente, no le llevaron a ese avión: “No me dijeron por qué. Tampoco sé por qué me han soltado. No me han dicho nada”, dice. Y cuenta: “Yo llevaba bien estar en el CIE gracias a mis amigos del pueblo y las ONG. Pero quien no los tiene está muerto. Yo me pasé dos noches enfermo, dando golpes en la puerta, y no me hicieron caso. Si ahora me cogen para mandarme al CIE, prefiero la cárcel. ¿Por qué? Por la comida. Por el respeto. Por la libertad, y estoy hablando de libertad en la cárcel. En el CIE sólo podemos pasar dos horas en el patio y bajar a comer; en la cárcel, sólo por la mañana, estábamos cinco o seis en el patio”. Cuando Ibra salió en libertad -hoy espera aún los papeles que le permitan trabajar-, se celebraron dos fiestas: una, de sus vecinos del pueblo; otra, de los miembros de las organizaciones que le han ayudado.

“Le dieron el permiso de residencia cuando ya estaba en Nigeria”. 12 años en Italia, 12 en España. Dos hijos nacidos en este país, de 6 y 4 años. Una mujer con papeles legales para 10 años. Nada de todo esto le sirvió a Roger (49 años, Nigeria) para que se frenara su internamiento en un CIE ni su expulsión de España, como tampoco le sirvió tener en trámite el permiso de residencia (algo que, por ley, debería suspender la expulsión), que finalmente, tarde, le han concedido. Lo cuenta su mujer: “Cuando me llamaba desde el CIE me decía ‘hay un vuelo a Nigeria, que van a llevar a la gente’, pero al resto le avisaron y a él no. Fue el mismo día cuando un policía le dijo que se tenía que llevar sus cosas, que se marchaba. Yo no supe nada hasta el día siguiente. Fue un amigo a visitarlo, y aunque lo llamaron, no bajó. Pensé que estaría en el hospital, hasta que me mandó un mensaje diciendo que estaba en Nigeria”. “Tomó champú porque no quería irse. Y les dio igual. Le expulsaron igual”. ¿Y los niños? “‘Se fue de viaje, papá está en África’, les decía. No quiero que sepan. Son niños, pero lo pasan mal. Ahora la pregunta es: “¿Cuándo vuelve?”. La esposa de Roger sólo puede musitar un “estoy muy mal” antes de echar a llorar. Su marido tiene hoy permiso legal de residencia en España, pero sigue en Nigeria a la espera de un visado que le permita volver.

-“Si se muere, que se muera ahí”. Beth (Nigeria, 29 años) lleva 9 años en España. Tuvo residencia legal, pero le denegaron la renovación por falta de trabajo. En agosto de 2013 la detuvieron y fue internada en el CIE. “Dijo que le dolía el estómago, y le contestaron que estaba diciendo mentiras: ‘Si se muere, que se muera ahí’, dijeron. Y ella llorando”. Lo cuenta su marido, también nigeriano, con permiso, porque ella entiende (“poco a poco”) pero no habla español, a pesar de lo cual, aseguran, no tuvo intérprete. Finalmente, a Beth la llevaron a un hospital, donde se detectó un “mioma gigante”, que producía fuertes dolores y hemorragias. Volvió al CIE, y a los 34 días de internamiento, la pusieron en libertad. Fue operada. Y ellos siguen “con miedo a la detención. No le han dado los papeles, y sin ellos ¿cómo va a trabajar?”.

Publicado el 29 de marzo de 2014 en El Confidencial.

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